domingo, 29 de marzo de 2009

Historia fictícia de Jesús

Estaba sentada en la taza del water, leyendo como siempre. Por la ventana lateral, que estaba abierta, a través del patio veía la ventana de mis vecinos, que estaba cerrada. De pronto se abrió y pude comprobar que se habían mudado unos nuevos habitantes a esa casa, que hacía mucho tiempo que estaba vacía. Uno de los nuevos inquilinos sacó la cabeza para mirar, y se encontró de frente con mi cara. Las ventanas están tan cerca que si estiramos los brazos se pueden tocar las manos.
El nuevo inquilino era un estudiante llamado Luis, muy alto y delgado, con los ojos de almendra y el pelo castaño y liso. Pronto me di cuenta de que había otro habitante, que era un hombre también, homosexual claramente como el primero. La sorpresa fue que a este chico lo reconocí porque había participado en un concurso televisivo de jóvenes cantantes. Tenía una voz varonil y preciosa, y se vestía como un caballero para las actuaciones. En cambio ahora estaba vestido como habitualmente debía gustarle, con una camiseta llena de colores y trazos, de Desigual, y con el pelo mucho más corto.
–Tú no eres el del concurso de la tele?
– Sí, creía que no me conocería nadie con este nuevo aspecto.
Yo me levanté de la taza del water, y me puse a hablar con ellos.
Entonces escuché unos ruidos en la puerta, más fuertes de lo habitual. Advertí a mis nuevos vecinos que estaba preocupada por los ruidos; mi marido había salido hacía unas horas para unos recados y no esperaba su regreso tan pronto. Me fui corriendo a la cocina, le llamé pero no contestó al teléfono.
Llamé a la policía y les rogué que se apresuraran a venir, porque sin lugar a dudas alguien seguía aporreando mi puerta. A este paso la iban a echar abajo.
A la sexta vez lo consiguieron, y entraron dos hombres en mi casa, corriendo por el pasillo. El que iba delante era delgado y pequeñito, pero el que iba detrás, más despacio, era como un armario.
El pequeño empezó a revolver los cajones en busca de objetos valiosos, para mi horror, a pesar de mis gritos. Decidí encerrarme de nuevo en el cuarto de baño. El grande se había quedado en la entrada, y estaba manipulando, ignoro con qué objetivo, la caja de mandos de los fusibles de la casa.
Llegó la dotación de la policía, que consistía en un chico y una chica, esta última regordeta y con el pelo castaño teñido con mechas y reflejos. El ladrón pequeño salió disparado por el pasillo hacia la puerta, y lo pararon allí. Se tiraron encima de él y lo inmovilizaron entre los dos, en el descansillo del edificio. Mis nuevos vecinos, habían salido al corredor para ver lo que pasaba y entraron en mi casa para intentar ayudarme. El ladrón más corpulento se había quedado detrás de la puerta, y cuando la policía salió para detener al ladrón pequeñito, éste cerró la puerta y se adentró en el piso, llegando hasta mi habitación y comenzó a robar todos los equipos electrónicos que tenía en mis estanterías: discos duros, cámaras de fotos, lápices de memoria, todo. Lo metía en un saco que llevaba. Era el auténtico ladrón del saco. Salí corriendo, seguida por mis nuevos vecinos gays, hacia el descansillo, donde los dos policías se entretenían hablando con el ladrón pequeñito, ya maniatado. Les grité que dentro estaba el ladrón más grande y más peligroso, pero no me creían, supongo que la situación era algo grotesca, con los gays detrás de mí, aún más asustados que yo.
Cuando los policías entraron al piso para intentar hacerse con el ladrón más grande, el ascensor se detuvo en el piso y apareció mi marido. No iba sólo. Iba acompañado de una enfermera joven y delgada, que yo conocía de algunas reuniones a las que le había ido a recoger. Llevaba el pelo liso, a media melena, y de un color rojizo. No parecieron alterarse mucho por el jaleo que encontraron. La casa patas arriba, los policías llamando a refuerzos e intentando detener al ladrón grande, que se les escapó por la ventana y se fue trepando por las terrazas de los vecinos. Los homosexuales, que curiosamente habían aumentado su número en cuatro, colocados a mi alrededor como haciendo un escudo, mirando mucho a mi marido, y de refilón a la enfermera.
– Esta es Julia, creo que la conoces.
La conocía. Sospechaba que mi marido estaba enamorado de ella desde hacía varios meses. Julia estaba al cuidado de Jesús, un paciente muy anciano pero muy sabio, del que mi marido hablaba casi cada día, y cuya casa frecuentaba tanto como la cafetería.
– Hola. Dónde estabas? Te he estado llamando!
– No he podido contestar.
– Ya me he dado cuenta! Han entrado a robar en casa! He llamado a la policía, y han detenido a un ladrón, pero el otro ha escapado. – Le dije. Parecía no alterarse por mis palabras ni por lo que ocurría a su alrededor, con los homosexuales yendo y viniendo por el pasillo, ordenando las cosas que les parecía.
Me fui a la sala para comprobar el aspecto que había quedado tras el allanamiento. Mi marido y Julia se quedaron sentados en el pasillo. No comprendía su manera de comportarse. Cuando volví demasiado pronto al pasillo, él la estaba besando. Me acerqué. Se borró todo lo que estaba sucediendo, el robo, la entrada de los ladrones, el parloteo agitado de los vecinos gays y del cantante de la televisión.
Él se dio cuenta de que los había visto, y me explicó:
– Me voy de casa. Me voy a vivir con Julia.
Se iba a vivir a un piso que tenía Julia alquilado en la zona de las Glorias, era una zona que él siempre había detestado.
– Ahora que los ladrones han desordenado y abierto todo, es un buen momento para que recojas tus cosas.
Comencé a visualizar por una parte todo lo que sería mi vida sin él, las cosas que mejorarían y las cosas que empeorarían y que echaría de menos hasta no poder soportarlo. Julia me miraba con mucha compostura, sin poder evitar ocultar ciertos rasgos de rata. Cierto es que yo tengo rasgos de conejo, nunca lo he negado, pero en una mujer los rasgos de rata son mucho menos admisibles, a pesar de su precioso pelo sedoso, de su juventud. Comenzaron a recoger objetos para llevárselos consigo, y ella lo hacía sin doblar las rodillas, mostrando al final de sus muslos un culo embutido en unos tejanos, rectilíneo y prácticamente sin carne. Pensé en las veces en que mi marido habría tenido las manos en esas caderas, cuyos contornos secos eran tan diametralmente opuestos a las formas opulenta de mis propias caderas.
– Nos vamos a marchar, – me dijo, al terminar mi marido. – Pero si necesitas ayuda para ordenar todo esto, nos quedamos.
Se lo agradecí en el alma, procurando estar lo más digna posible, para que el episodio quedara como un tanto a mi favor, qué estupidez, ahora que lo pienso. Les rogué que se marcharan cuanto antes y me dejara en paz, porque tenía en realidad necesidad de hacer algunas llamadas telefónicas.
No sé, de las dos, cuál es la llamada que más me urgía. Mi amigo Eduardo de toda la vida, o bien llamaría antes a Jesús.
Jesús, y esta era la sorpresa que tenía reservada para los lectores, no era otro que el anciano paciente de mi marido, a quien cuidaba Julia. Jesús y yo manteníamos una relación epistolar desde hacía tiempo, totalmente abierta a todo el mundo. Jesús sabía de mi gran pasión por la lectura y de mi interés por temas místicos, y desde hacía algunos meses se había dedicado a legarme su biblioteca, libro a libro, con una pequeña nota de dedicatoria en cada uno de ellos, cuidadosamente subrayados para mí, utilizando a mi marido como mensajero.
Mi marido era su médico. Julia era su enfermera. Pero conmigo compartía su espíritu.

2 comentarios:

  1. Sin palabras..., tan solo una: Chapeau!

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  2. No soy ningún "anónimo"; soy temarqui y quiero plantar en en este cuadradito (verbalmente ya te lo he dicho)mi aprobación por este relato tan fluido, ocurrente y cercano. No podía ser menos viniendo de ti.

    ¡Persiste!

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