domingo, 6 de febrero de 2011

Vivir aprendiendo



La afición resulta sospechosa porque, siendo como es por su misma esencia placentera y no obligatoria, se niega tanto a admitir normas como a entenderlas. Sólo de la afición puede nacer el aprendizaje. Carmen Martín Gaite



Hoy no ha hecho tanto frío y he pasado un rato asomada a la ventana de la biblioteca, la que de a un patio interior. Justo en frente, una ventana igual que la mía, asomada a la cual está Camila. Ella me ha visto, y se queda un minuto. Luego entra en su casa y apaga las luces.

Camila es una mujer de unos 60 años que, como ella misma dice, tiene muchas aficiones.

La palabra afición en principio tiene una connotación peyorativa en cuanto se refiere a una ausencia de profesionalidad. Pero tal vez sea injusta esta reputación. Las aficiones de Camila nunca se han materializado en nada tangible, algo que pueda ser distribuido, fotografiado, vendido o comentado.

Pero ella no se lamenta de este hecho, antes al contrario. Camila se recrea en el aprendizaje, en el refinamiento y en la depuración de sus aficiones. Le interesa el propio ejercicio de analizar y profundizar. Por ello, desde fuera parece una aficionada, pero aquellos que la conocen saben que dedica toda su energía a deshilvanar los procesos que no entiende, llegar al fondo de las cosas si lo tienen, quedarse flotando por las incógnitas de lo inexplicable, y buscar y dar vueltas, tirar de los hilos y encontrar tesoros escondidos.

Cuando era pequeña la llevaban a conciertos matinales del teatro de la ciudad donde vivía con sus padres. Un día vino un violonchelista llamado Gaspar Cassadó. Se quedó ensimismada observando aquel misterioso instrumento que tenía entre sus brazos, y que todo el mundo le había dicho que era tan difícil de tocar. Desde luego debía de serlo, porque la mano del músico temblaba al hacerlo. Camila confundía en su infancia el vibrato con un temblor resultado de la tensión y el esfuerzo de tocar. Tampoco comprendía cómo podían los músicos pulsar la cuerda en el lugar adecuado si no tenían ninguna señal en el mástil, como sí ocurría, en cambio, en la guitarra que tenían por casa.

Por mucho que preguntaba, nadie le daba una explicación satisfactoria; “memorizan las posiciones”, le decían unos; “ellos mismos hacen las notas afinando el oído”, decían otros. Deseosa de desentrañar el secreto, en cuanto tuvo tiempo, la carrera terminada y trabajo estable, se apuntó a clases de violonchelo, y poco a poco fue aprendiendo, no a tocarlo, sino “cómo se toca”.

En invierno se divertía leyendo novelas, sobre todo de misterio y policíacas. También le intrigaban los guiones de cine escritos para este género. Indudablemente, lo que causaba placer y mantenía la atención del lector era lo que ignoraba, la identidad del asesino o bien, si lo conocía de antemano, la manera en que éste cometió el crimen y cómo iba a ser capaz el detective de descubrir el percal. También era interesante comprobar cómo este misterio se iba salpicando de suspense, al ir empeorando la situación mediante acciones delictivas que iban acechando al detective y complicando su tarea. Por muy ingenioso que fuera un plan, nunca llegaba a tener éxito porque siempre algún personaje malvado lo interceptaba y lo abortaba, obligando a un giro completo de la acción.

¿Cómo se habían concebido estas historias? ¿Desde el principio al fin? ¿O empezando por el final? ¿Cuál era la receta secreta para elaborar una trama semejante? ¿Qué saben los novelistas que no sabemos el resto de los mortales? ¿Dónde se enseña esto? Comenzó por el principio, examinando y desmenuzando montones de novelas del género, y estudiando tratados sobre cómo escribir ficción, sin embargo en todos ellos encontraba nada más que una serie de salvedades academicistas bastante obvias, algo así como lo que ella ya intuía de manera natural, pero ordenado y puesto sobre el papel. Pero ninguna pista real que la condujera a adivinar el secreto que poseían esos seres llamados novelistas. Siguió estudiando, consiguiendo libros escritos en otros idiomas, en inglés y en francés. De cada diez libros podía exprimir una o dos enseñanzas, y se daba por satisfecha. Y así fue cómo Camila tiene ahora sus estanterías llenas de libros sobre cómo escribir libros.

De manera análoga, estudió por correspondencia varios idiomas, para enterarse de cómo se crean los kanji en japonés, que el estonio y el finés tienen una raíz común, y que este último tiene diecisiete declinaciones, que el checo tiene consonantes impronunciables. Nunca habló con ningún japonés, ni tampoco con ningún finés, y si encontró algún checo, se comunicaron en inglés. Pero no era la comunicación lo que le interesaba, sino la estructura misma de la lengua como objeto de estudio. Se aficionó a investigar el origen de las lenguas europeas, la división en dos ramas del indoeuropeo, la persistencia de algunos vestigios de la lengua primigenia en algunas tribus de Anatolia, la curiosa metástasis de eslavo antiguo en el sur de Alemania.

También aprende de memoria recetas de cocina que nunca hace, los componentes del curry, la manera de cortar el pescado para hacer sushi, cómo preparar donuts, cómo hacer puré de castañas, que el secreto del coulant de chocolate es poner un bombón Lindt en el centro. Aprendió con vídeos cómo se baila la danza del vientre, descubriendo que el secreto del movimiento cimbreante de las caderas está en realidad en las rodillas y en los pies.

Y es posible que así siga siempre, eterna aficionada a aprender por el mero placer de aprender, por diversión, sin sentar cátedra en nada y sin tener ninguna necesidad de ello.