domingo, 21 de agosto de 2011

Tardes pescando con las manos

Hace muchos años en un lejano lugar había unos niños que pescaban camarones y arrancaban lapas de las rocas de un pequeño pueblo de pescadores.
Tengo esta imagen en mi memoria. Agachados, con el sol golpeando sus lomos sin percatarse de ello, sin que acusarlo en absoluto, pasando las horas hasta llegar aquella hora en que la luz de la tarde hace que todo sea un poco tostado, en que las cosas cambian de color durante unos instantes, y las sombras están todavía calientes.
Aquellas horas en que la gente se marcha a sus casas a recogerse para cacharrear en la cocina y desalarse la piel en los patios con el chorro de las mangueras que han estado todo el día al sol y expulsan agua tibia.
Aquellas horas en que las teteras humean y hacen ruido en los fogones, presagiando con el aroma de las bolsas de te la templanza del espíritu y del pecho, reconfortando el frescor y la humedad de la tarde con el brebaje cálido y aromático.
Aquellas horas en que todo el mundo vuelve a sus casas, todo el mundo menos esos niños, que continúan sin darse cuenta de las horas transcurridas, sin escuchar el silencio que se ha hecho a su alrededor. Sólo saben que es tarde cuando sus ojos no pueden adivinar ya el movimiento sutil de las quisquillas transparentes en los charcos de agua salada y tienen más dificultades para cazarlas con su salabret o con el cuenco formado con las palmas de ambas manos.
Entonces el sol se oculta tras la montaña, pero sigue persistiendo un calor reflejado en las nubes más lejanas, que rebota sobre la piel como una pluma tibia.
La humedad de sus trajes de baño ha desaparecido por completo y ahora suben por el desfiladero, donde el padre de uno de ellos, ayudado por el jardinero, ha tallado unos escalones secretos repicando la pendiente de roca.
Lo ha hecho para eliminar el fantasma del pasado reciente. Algo que ahora él está demasiado deshecho para recordar, y algo que los niños desconocen por completo.

domingo, 27 de marzo de 2011

En la barqueta



The rest is silence. Hamlet, acto V, escena ii, William Shakespeare



 Dedicado a Bego

El mejor amigo de mi hijo pequeño se fue el pasado domingo a vivir a ochocientos kilómetros de aquí. La noticia se la dieron con sólo dos días de antelación. No dio tiempo a hacerle una fiesta ni a comprarle un regalo. Se pasaron la tarde del sábado juntos, callejeando y entrando en las tiendas de la calle Tallers como toda despedida.
Ayer le preguntaba cómo se sentía al respecto, y me decía que todavía no se ha hecho a la idea de su partida, no ha tenido tiempo de reaccionar.

Demasiado a menudo en la vida ocurren cosas repentinas, como hachazos, que te dejan desnudo o huérfano de alguna persona o algún lugar. Al principio parece una broma y todo adquiere el cariz de un universo paralelo en el que vives temporalmente, y pareciera que pronto vas a volver al mundo real, y te lo vas a encontrar tal como lo dejaste. Pero no, la cinta rodante que es la vida no tiene retroceso, como sí la tiene, en cambio, por suerte, la máquina destructora de papel que guardo en el despacho.

A menudo me he preguntado por el silencio. Todas las personas sensibles que conozco lo aman en cierto modo, y tienen siempre unas palabras amables para este fenómeno. “El silencio también es música”, “hay que saber disfrutar del silencio”, “un minuto de silencio”.

Sin embargo, el silencio, y no la música, es lo que nos conecta con el cielo donde residen nuestros ancestros. Estoy convencida de ello. Lo estoy desde que me ocurrió lo que ahora voy a contar.

Cuando yo era niña, mi abuelo y su mejor amigo de la infancia, un pescador del pueblo, solían terminar las veladas que organizábamos en el patio trasero de la casa, sacando un par de guitarras y cantando canciones. Siempre dejaban para última la favorita de todo el mundo, una havanera llamada “En la barqueta”. No es de las havaneras más conocidas, pero no sé si es por la letra, por la melodía cambiante y caprichosa o por la manera en que la tocaban y la cantaban con sus dulces voces de tenor mi abuelo y barítono su amigo, se transformaba en una canción esperadísima y sugerente. En lugar de estar cantando sobre una pequeña barca que s’atansa cap al mar de madrugada, parecía que estaban cantando un extraño bolero de amor erótico en catalán. No conozco mayor declaración de amor que nineta de ma vida, tu seràs mon tresor, que ellos decían acompasados, cantando flojito.

Cuando murió mi abuelo ya hacía varios años que no se celebraban fiestas y por lo tanto no sonaba la barqueta de madrugada, en medio de cremats, cigarrillos, baladres, estrellas y ruido de cigarras.

Siempre he tenido claro la diferencia entre música y sonido. El sonido es algo físico, que se puede hasta medir con un sonómetro, y se puede registrar. En cambio la música no necesita sonido; puede estar en el interior de nuestras cabezas. Haced la prueba si no lo creéis: pensad en los primeros compases de la sinfonía que más recordéis, o en el aria operística que más os guste, o en la canción más famosa de Norah Jones, o de John Lennon. Están, con toda su orquestación y todos los matices, dentro de vuestras cabezas. No hace falta que suene. Si suena en algún aparato externo alguna música conocida, lo que hace es sintonizar con la que ya tenéis almacenada en el interior de la cabeza, en alguna circunvolución, y es por eso que nos alegra íntimamente escuchar una música que reconocemos. De hecho esa es la base del éxito de una creación musical, y del mismo modo, la ausencia de factores de reconocimiento es una provocación buscada por los compositores que quieren romper con todo lo escrito.

Pero no quería hablar de música ni de sonido, sino de silencio.

Del mismo modo que existe la música dentro de nuestras cabezas, también existe el silencio.

Lo supe en un atardecer de septiembre, cuando estaba sentada en un muro de piedra de un olivar que hay en las montañas de detrás del pueblo. Mi abuelo había muerto hacía ya un año. Yo no había tenido tiempo ni ocasión de asumir su desaparición, su ausencia de nuestras vidas. El vacío que había dejado no tenía una forma demasiado definida, aunque era enorme. Entonces, mirando al horizonte, vi como llegaban a puerto dos o tres pequeñas barcas de pescadores. La música que hay en el interior de mi cabeza se puso en marcha, y escuché en estéreo a mi abuelo y a su amigo tocando las guitarras y cantando la barqueta. De pronto, justo después de la estrofa que dice va junt amb el meu cor, amb el meu cor,  pararon de cantar. Y entonces lo escuché: el silencio. Se hizo el silencio absoluto dentro de mi cráneo. Algunas disciplinas orientales nos incitan a ejercitar esta habilidad: borrar o enlentecer al máximo todo pensamiento, intentar apagar todo el ruido que rodea a un pensamiento en el que nos queremos concentrar. A mí me estaba ocurriendo, solo que sin ningún pensamiento flotante. Simplemente, escuché el silencio, un silencio que tenía materia, que no era la ausencia de ruido ni de sonido, como se empeña en definirlo el diccionario de la Real Academia, sino un silencio palpable, que presionaba hacia fuera, que hasta dolía.

Fue entonces cuando fui consciente así, de repente, de la realidad contundente e irreversible de que mi abuelo había muerto. Él, y otras personas que también me hacían y me siguen haciendo falta.  A través de ese silencio, y no de la música, sintonicé con la ausencia de mi abuelo, y con el país de nunca jamás donde se supone que se encuentra, donde seguramente no hay guitarras, pero nos espera a todos para por fin descansar, en silencio.

Desde entonces vivo convencida de que el silencio ha precedido a la creación, y seguirá a la desaparición del universo.




En la barqueta


De Garbí el vent avança,
ja s’atansa cap al mar.
La barqueta aparellada
bé n’està.

Ja les ones ondulant-se,
a la platja van lliscant.
La barqueta ens espera,
saltem, nena, i endins va.

Al mar, al mar.....
                                               
Dins la barqueta,
amb tu ai Mia,
balancejant-nos
en mig del mar.
La brisa dolça
de marinada
la nostra barca
farà gronxar.  (BIS)

Anem remant ....
L’aigua tallant ….
Ves-me escoltant …
                                               
Nineta de ma vida,
l’amor és un tresor.
Ai nen que jo t’estimo.
Regala’m una flor.
La flor que vull donar-te,
amor del meu amor,
la flor que jo et regalo,
va junt amb el meu cor.  (BIS)



domingo, 6 de febrero de 2011

Vivir aprendiendo



La afición resulta sospechosa porque, siendo como es por su misma esencia placentera y no obligatoria, se niega tanto a admitir normas como a entenderlas. Sólo de la afición puede nacer el aprendizaje. Carmen Martín Gaite



Hoy no ha hecho tanto frío y he pasado un rato asomada a la ventana de la biblioteca, la que de a un patio interior. Justo en frente, una ventana igual que la mía, asomada a la cual está Camila. Ella me ha visto, y se queda un minuto. Luego entra en su casa y apaga las luces.

Camila es una mujer de unos 60 años que, como ella misma dice, tiene muchas aficiones.

La palabra afición en principio tiene una connotación peyorativa en cuanto se refiere a una ausencia de profesionalidad. Pero tal vez sea injusta esta reputación. Las aficiones de Camila nunca se han materializado en nada tangible, algo que pueda ser distribuido, fotografiado, vendido o comentado.

Pero ella no se lamenta de este hecho, antes al contrario. Camila se recrea en el aprendizaje, en el refinamiento y en la depuración de sus aficiones. Le interesa el propio ejercicio de analizar y profundizar. Por ello, desde fuera parece una aficionada, pero aquellos que la conocen saben que dedica toda su energía a deshilvanar los procesos que no entiende, llegar al fondo de las cosas si lo tienen, quedarse flotando por las incógnitas de lo inexplicable, y buscar y dar vueltas, tirar de los hilos y encontrar tesoros escondidos.

Cuando era pequeña la llevaban a conciertos matinales del teatro de la ciudad donde vivía con sus padres. Un día vino un violonchelista llamado Gaspar Cassadó. Se quedó ensimismada observando aquel misterioso instrumento que tenía entre sus brazos, y que todo el mundo le había dicho que era tan difícil de tocar. Desde luego debía de serlo, porque la mano del músico temblaba al hacerlo. Camila confundía en su infancia el vibrato con un temblor resultado de la tensión y el esfuerzo de tocar. Tampoco comprendía cómo podían los músicos pulsar la cuerda en el lugar adecuado si no tenían ninguna señal en el mástil, como sí ocurría, en cambio, en la guitarra que tenían por casa.

Por mucho que preguntaba, nadie le daba una explicación satisfactoria; “memorizan las posiciones”, le decían unos; “ellos mismos hacen las notas afinando el oído”, decían otros. Deseosa de desentrañar el secreto, en cuanto tuvo tiempo, la carrera terminada y trabajo estable, se apuntó a clases de violonchelo, y poco a poco fue aprendiendo, no a tocarlo, sino “cómo se toca”.

En invierno se divertía leyendo novelas, sobre todo de misterio y policíacas. También le intrigaban los guiones de cine escritos para este género. Indudablemente, lo que causaba placer y mantenía la atención del lector era lo que ignoraba, la identidad del asesino o bien, si lo conocía de antemano, la manera en que éste cometió el crimen y cómo iba a ser capaz el detective de descubrir el percal. También era interesante comprobar cómo este misterio se iba salpicando de suspense, al ir empeorando la situación mediante acciones delictivas que iban acechando al detective y complicando su tarea. Por muy ingenioso que fuera un plan, nunca llegaba a tener éxito porque siempre algún personaje malvado lo interceptaba y lo abortaba, obligando a un giro completo de la acción.

¿Cómo se habían concebido estas historias? ¿Desde el principio al fin? ¿O empezando por el final? ¿Cuál era la receta secreta para elaborar una trama semejante? ¿Qué saben los novelistas que no sabemos el resto de los mortales? ¿Dónde se enseña esto? Comenzó por el principio, examinando y desmenuzando montones de novelas del género, y estudiando tratados sobre cómo escribir ficción, sin embargo en todos ellos encontraba nada más que una serie de salvedades academicistas bastante obvias, algo así como lo que ella ya intuía de manera natural, pero ordenado y puesto sobre el papel. Pero ninguna pista real que la condujera a adivinar el secreto que poseían esos seres llamados novelistas. Siguió estudiando, consiguiendo libros escritos en otros idiomas, en inglés y en francés. De cada diez libros podía exprimir una o dos enseñanzas, y se daba por satisfecha. Y así fue cómo Camila tiene ahora sus estanterías llenas de libros sobre cómo escribir libros.

De manera análoga, estudió por correspondencia varios idiomas, para enterarse de cómo se crean los kanji en japonés, que el estonio y el finés tienen una raíz común, y que este último tiene diecisiete declinaciones, que el checo tiene consonantes impronunciables. Nunca habló con ningún japonés, ni tampoco con ningún finés, y si encontró algún checo, se comunicaron en inglés. Pero no era la comunicación lo que le interesaba, sino la estructura misma de la lengua como objeto de estudio. Se aficionó a investigar el origen de las lenguas europeas, la división en dos ramas del indoeuropeo, la persistencia de algunos vestigios de la lengua primigenia en algunas tribus de Anatolia, la curiosa metástasis de eslavo antiguo en el sur de Alemania.

También aprende de memoria recetas de cocina que nunca hace, los componentes del curry, la manera de cortar el pescado para hacer sushi, cómo preparar donuts, cómo hacer puré de castañas, que el secreto del coulant de chocolate es poner un bombón Lindt en el centro. Aprendió con vídeos cómo se baila la danza del vientre, descubriendo que el secreto del movimiento cimbreante de las caderas está en realidad en las rodillas y en los pies.

Y es posible que así siga siempre, eterna aficionada a aprender por el mero placer de aprender, por diversión, sin sentar cátedra en nada y sin tener ninguna necesidad de ello.

viernes, 14 de enero de 2011

Hacer buena letra

Dedicado a Rafael Santandreu


Hoy me he encontrado con la señora Teresa. Tiene ochenta y un años, el pelo denso, teñido con esmero de color rubio muy claro, casi blanco. Tiene unos ojos enormes de loba, y unos labios perfilados y sonrientes. Le sobran algunos kilos que le sientan la mar de bien. Siempre viste de colores alegres y hoy estaba en la farmacia pidiendo la lista de los medicamentos del seguro para él y para su marido, cuando no he podido evitar ver que, entre el montón de envases que le han entregado, había un antidepresivo llamado Vandral o algo así. Hemos salido juntas del establecimiento y caminábamos por la acera charlando.

- Señora Teresa, perdone la curiosidad, pero he visto que compraba pastillas para la depresión…

- Sí, hija, me las tomo cada mañana.

- Pero si yo la veo la mar de bien, no le hacen ninguna falta…

- No sé, no sé. Hace muchos años que las tomo y además ahora estamos pasando una época muy mala.

- Tiene problemas?

- Bueno, yo no, se trata de mi hijo mayor…

- Le ocurre algo a su hijo? Tiene algún problema de salud o algo así?

- No, qué va, no. Es que está en paro desde hace más de un año y no consigue encontrar trabajo.

De modo que Teresa toma antidepresivos de última generación porque su hijo de treinta y cinco años, soltero y sin descendencia, no encuentra ocupación. No se trata de un problema propio, ella sería feliz, pero este inconveniente ocasionado por causas ajenas a ella, la obliga a atiborrarse de pastillas que le afectan a la capacidad de pensar y le producen sueño, tal vez mareos, con lo que se le olvidan algunas cosas, tiene menos voluntad para afrontar decisiones, la hacen engordar, y encima la semana pasada se cayó en la calle aunque por suerte no se hizo nada.

En el otro lado de la plaza del pueblo hay un bar que tiene una terraza con cuatro mesas. Por casualidad me encontré a la señora Amalia y a su marido. Tienen unos setenta y cinco años. Se acercaban cogidos del brazo, relajados y ociosos, y se sentaron a tomar un cortadito justo al lado de mi mesa. Mientras su marido leía el periódico deportivo, ella y yo nos pusimos a charlar.

- Sabía usted que la señora Teresa está tomando medicamentos para la depresión?

- Anda, pues como yo! Yo tomo una pastilla de cipralex cada día, y mi marido una y media.

- En serio?

- Vaya, ahora no me acuerdo si soy yo la que tomo una y media y él una, como es la misma… Bueno, lo tengo apuntado!

- Pero señora Amalia, me sorprende mucho, yo a usted la veo estupendamente bien!

- Sí, se me ve bien, sí, pero la procesión va por dentro, sabe usted? Me las dio aquella doctora que pusieron en semana santa, y desde entonces no las he podido dejar. Ahora estamos pasando un mal momento, y mi marido también las ha empezado a tomar.

- Un mal momento?

- Pues sí, verá, es que mi hijo se acaba de separar, sabe?

Mis dos amigas, pues, toman medicamentos que sirven para las personas que sufren una depresión. Sin embargo a ellas alguien se los ha recetado para aguantar mejor el mal momento por el que pasan sus hijos. Los toman como quien toma vitaminas o valeriana, y se han acostumbrado a sus efectos, desarrollando un miedo atroz a abandonarlos.

- Pues yo le recomiendo que vaya al psicólogo, oiga usted, y que no se intoxique tanto con tantas pastillas.

El estigma de “ir al psicólogo” probablemente aparta a este tipo de mujeres de los beneficios que les podría reportar solicitar ayuda práctica y bien estructurada para afrontar problemas de este tipo, por otra parte tan frecuentes como ajenos a ellas mismas.

Cuando hace algunos años atravesé una mala época, tuve que decidirme entre ir a un psicólogo o tomar antidepresivos. Pero no tenía tiempo para ir al psicólogo y los antidepresivos me daban mucho sueño. Así que decidí hacer buena letra.

Mis amigos íntimos se mofaban, o, peor aún, pensaban que era yo la que les tomaba el pelo con este tema tan delicado. Pero, no. Esmerarse en hacer buena letra puede ser tremendamente relajante. Casi siempre tenemos problemas muy concretos en algunas letras, o en las uniones de algunas letras con otras o a veces sólo en algunas palabras concretas. Yo, por ejemplo, tengo muchos problemas para hacer una “m” inteligible cuando viene después de una “u”. En cambio, si es una “m” final de palabra, me sale curvilínea y armoniosa. Esforzarse durante una semana en escribir correctamente todas las “m” que salgan a tu paso, estén donde estén en la frase o en la palabra, hace que, poco a poco, se vayan recomponiendo pequeñas brechas neurales de otro tipo, y el dolor psicológico se va borrando como por arte de magia.

Un psicólogo conocido amplía este quehacer a otras actividades, de manera que “sacraliza” cada pequeño acto, con el objeto de ayudar a sanar las áreas enfermas del cerebro o del alma. De hecho, es un poco zen.



Mi amiga Emma trabaja en el banco y estaba de los nervios el año pasado. El novio la había dejado y había entrado en una espiral hacia abajo que se aceleraba por momentos. Me pidió que le recomendara un médico para que le recetara algo.

Al día siguiente le dije que, después de haber estado pensando toda la noche, creía que no tenía edad ni motivos para tomar pastillas de este tipo. Le pedí que escribiera algo para mí. Cuando me entregó la hoja, vi que en su caligrafía había algunas letras que no se distinguían bien unas de otras, como la “t” y la “i”, y la “l”.

- Lo que tienes que hacer es ponerte a hacer buena letra. Mira, esta “t” no se parece en nada a una “t”. Además, unas letras son grandes, y otras pequeñas.

Me miró raro, se sonrió pensando que estaba loca.

Pasó un mes y tuve que ir al banco para hacer una transferencia. Me atendió Emma, que me rellenó los impresos necesarios con soltura. Cuando los vi, le dije:

- Veo que sigues de los nervios. Mira esta “j”, parece una “q”. Y haces separaciones en las palabras que no existen.

Esta vez me miró en serio, y me prometió que haría buena letra. Le pedí que me repitiera tres veces que me lo prometía, y lo hizo.

Ayer estaba en la calle con dos bolsas llenas de hortalizas, y una sonrisa de oreja a oreja. Me contó que se casa en mayo con alguien que conoció el año pasado, que no ha necesitado tomar ningún medicamento, y además ha dejado de fumar. Le dije que me alegraba muchísimo por ella. Cuando nos despedimos, me dijo que ahora hacía buena letra.

Muchas veces es posible modificar nuestras sensaciones de tristeza, abandono, soledad y desesperación, con actos tan ajenos como hacer las cosas bien, con esmero, fijando en nuestras neuronas la manera correcta de hacerlas, tocando un pasaje musical de la manera correcta una y otra vez, y ni una sola vez mal, intentando escribir bien, con tintas de colores que nos gusten, con letra regular y clara. Otras veces se puede conseguir el mismo efecto sonriendo, o encontrando el lado divertido a lo malo, o añadiendo sentido del humor a las situaciones violentas, o surrealismo a los acontecimientos fastidiosos, o intentando sentirse sereno, motivado y de buen humor ante las adversidades.

No es necesario que ocurran cosas buenas para sentirse bien. Hay que sentirse bien para que ocurran cosas buenas. No se trata de filosofía ni de autoayuda ni nada por el estilo. Se trata de una simple técnica que funciona.