domingo, 21 de junio de 2009

La casa, nuestra casa

Querido Stephen,

Te echamos de menos desde que te fuiste en tu furgoneta ruinosa.
No olvidaremos tus historias sobre la lluvia de sangre de pollo ni sobre el carpintero que enseñó a la niña a tocar la guitarra.
Hoy Elena nos ha invitado a todos a pizza. Ha llamado a aquellos muchachos tan simpáticos de pizza domino, y nos han traído una enorme variedad de pizzas, cervezas, coca-colas. Por la mañana ha salido a pasear con las muletas por el monte, parecía muy seco pero pronto se ha vuelto totalmente lleno de colores, formas y mariposas y flores lo poblaban. El paseo ha sido entre dos elevaciones de vegetación fragante y olorosa, a ambos lados del camino. No había accidentes en el terreno que pudieran desequilibrar sus zapatos ortopédicos ni sus muletas. Las muletas de Elena son de diseño alemán, con cierta flexibilidad y amortiguación, y con la punta del mismo material que las picas de los violonchelistas profesionales. No dañan el terreno pero se clavan en él como un aguijón, al ser más duras que cualquier otro material.
Elena se ha puesto una diadema para el dolor de cabeza, porque hoy le apretaba un poco. Ha tomado una infusión de liquen en el jardín, y de inmediato se ha sentido con fuerzas para formar parte del mundo.
Gustavo miraba desde su ventana con el telescopio. Con él alcanza a ver toda la falda oeste del monte donde se encuentra la casa, nuestra casa, la casa donde espero que vuelvas muy pronto, Stephen, espero que para quedarte.
Nunca olvidaré la belleza de la curva de tu espalda cuando hablabas con nosotros en el patio, o de noche cerca del fuego digital. Es curioso, nunca me canso de decirlo, me sorprende cómo es posible que en un momento de nuestras vidas nos pudiera gustar ser jóvenes y todo lo que tenía que ver con la juventud. Los jóvenes no pueden comprender nada. Y menos sin tener acceso al jardín de liquen, el único que guarda esta preciada forma de vida que nos mantiene despiertos, felices, guapos y vitales. Mis amigos dicen que no me comprenden, que para qué continuo insistiendo en la juventud, si es una pérdida de tiempo, algo que hay que pasar lo más rápido posible, porque está llena de obligaciones, preocupaciones, trabajos y miedos. La juventud es totalmente dependiente del cuerpo físico, y los jóvenes están totalmente obsesionados por mantenerlo bello, o lo que ellos consideran bello.
No saben distinguir la belleza de un tronco de un árbol encorvado, lleno de nudos que se retuercen en busca del sol, con los ramajes abatidos y deformados por el viento y las lluvias. Con la cara norte llena de liquen. No saben apreciar la belleza de lo que tarda siglos en formarse.
Sin ir más lejos, mi biznieta, que tan sólo tiene ochenta y seis años, sigue obsesionada por su aspecto físico, a pesar de que ya tiene edad para empezar a entrar en el mundo de lo realmente viejo y perdurable, en el mundo de lo eterno. Los jóvenes, ya se sabe cómo son.
Eduardo está sentado bajo un árbol, leyendo. Es la imagen de la placidez. Pero lleva tres semanas con el mismo libro. Lo escribió él mismo, cuando era joven, el libro vio la luz cuando Eduardo contaba con setenta y cinco años, fue un escritor precoz. Ahora no se acuerda de la juventud, como la mayoría de los que viven en la casa, nuestra casa. Y no se acuerda de que el libro lo ha escrito él.
Me preguntarán cómo es posible que no se dé cuenta, si su nombre debe estar en la portada del libro, en su lomo y en todos los encabezamientos. Muy sencillo, aquí nadie conserva su propio nombre, y la gran mayoría lo han olvidado. De hecho, las personas que viven en la casa, nuestra casa, apenas recuerdan nada de su propia vida. Pero las cosas sumamente agradables como un paseo en carruaje, o a caballo, o escribir con una máquina, o leer un libro de los de papel, con hojas a las que dar la vuelta, y con las páginas imitando la imprenta, son un lujo que Stephen cree que es necesario que tengamos. Sólo ha recuperado para nosotros las cosas sumamente agradables de la vida de los jóvenes. Cosas del pasado, de hace ya años. En realidad no sé cuánto tiempo ha transcurrido, porque el asunto del liquen es algo que se fue introduciendo poco a poco en nuestras vidas, y fue borrando nuestra noción, nuestra capacidad de percibir el tiempo. Desde que probamos los líquenes, el tiempo se convirtió en algo de tan poca importancia como lo puede ser la temperatura o la velocidad del viento. El tiempo dejó de preocuparnos cuando supimos que no influiría para nada en nuestra vejez.
Proyectamos esta casa, nuestra casa, cuando éramos, er, jóvenes. Sí, ya sé que es un poco contradictorio, pero la verdad es que unos cuantos de nosotros nos reunimos un día festivo para comer juntos. Éramos unos quince o veinte. Estábamos acompañados de nuestros hijos y de nuestras parejas. Yo todavía lo recuerdo porque nunca he querido tomar las dosis correctas del liquen, pero me voy olvidando de muchas cosas. Es posible, pues, que lo que estoy explicando no se ajuste por completo a la verdad de como se dieron los sucesos. Pero, a quién le importa, por otra parte?
Estábamos en una terraza natural hecha en el Cap de Creus con piedras, de las que se empleaban antes, mucho antes, para plantar