domingo, 27 de marzo de 2011

En la barqueta



The rest is silence. Hamlet, acto V, escena ii, William Shakespeare



 Dedicado a Bego

El mejor amigo de mi hijo pequeño se fue el pasado domingo a vivir a ochocientos kilómetros de aquí. La noticia se la dieron con sólo dos días de antelación. No dio tiempo a hacerle una fiesta ni a comprarle un regalo. Se pasaron la tarde del sábado juntos, callejeando y entrando en las tiendas de la calle Tallers como toda despedida.
Ayer le preguntaba cómo se sentía al respecto, y me decía que todavía no se ha hecho a la idea de su partida, no ha tenido tiempo de reaccionar.

Demasiado a menudo en la vida ocurren cosas repentinas, como hachazos, que te dejan desnudo o huérfano de alguna persona o algún lugar. Al principio parece una broma y todo adquiere el cariz de un universo paralelo en el que vives temporalmente, y pareciera que pronto vas a volver al mundo real, y te lo vas a encontrar tal como lo dejaste. Pero no, la cinta rodante que es la vida no tiene retroceso, como sí la tiene, en cambio, por suerte, la máquina destructora de papel que guardo en el despacho.

A menudo me he preguntado por el silencio. Todas las personas sensibles que conozco lo aman en cierto modo, y tienen siempre unas palabras amables para este fenómeno. “El silencio también es música”, “hay que saber disfrutar del silencio”, “un minuto de silencio”.

Sin embargo, el silencio, y no la música, es lo que nos conecta con el cielo donde residen nuestros ancestros. Estoy convencida de ello. Lo estoy desde que me ocurrió lo que ahora voy a contar.

Cuando yo era niña, mi abuelo y su mejor amigo de la infancia, un pescador del pueblo, solían terminar las veladas que organizábamos en el patio trasero de la casa, sacando un par de guitarras y cantando canciones. Siempre dejaban para última la favorita de todo el mundo, una havanera llamada “En la barqueta”. No es de las havaneras más conocidas, pero no sé si es por la letra, por la melodía cambiante y caprichosa o por la manera en que la tocaban y la cantaban con sus dulces voces de tenor mi abuelo y barítono su amigo, se transformaba en una canción esperadísima y sugerente. En lugar de estar cantando sobre una pequeña barca que s’atansa cap al mar de madrugada, parecía que estaban cantando un extraño bolero de amor erótico en catalán. No conozco mayor declaración de amor que nineta de ma vida, tu seràs mon tresor, que ellos decían acompasados, cantando flojito.

Cuando murió mi abuelo ya hacía varios años que no se celebraban fiestas y por lo tanto no sonaba la barqueta de madrugada, en medio de cremats, cigarrillos, baladres, estrellas y ruido de cigarras.

Siempre he tenido claro la diferencia entre música y sonido. El sonido es algo físico, que se puede hasta medir con un sonómetro, y se puede registrar. En cambio la música no necesita sonido; puede estar en el interior de nuestras cabezas. Haced la prueba si no lo creéis: pensad en los primeros compases de la sinfonía que más recordéis, o en el aria operística que más os guste, o en la canción más famosa de Norah Jones, o de John Lennon. Están, con toda su orquestación y todos los matices, dentro de vuestras cabezas. No hace falta que suene. Si suena en algún aparato externo alguna música conocida, lo que hace es sintonizar con la que ya tenéis almacenada en el interior de la cabeza, en alguna circunvolución, y es por eso que nos alegra íntimamente escuchar una música que reconocemos. De hecho esa es la base del éxito de una creación musical, y del mismo modo, la ausencia de factores de reconocimiento es una provocación buscada por los compositores que quieren romper con todo lo escrito.

Pero no quería hablar de música ni de sonido, sino de silencio.

Del mismo modo que existe la música dentro de nuestras cabezas, también existe el silencio.

Lo supe en un atardecer de septiembre, cuando estaba sentada en un muro de piedra de un olivar que hay en las montañas de detrás del pueblo. Mi abuelo había muerto hacía ya un año. Yo no había tenido tiempo ni ocasión de asumir su desaparición, su ausencia de nuestras vidas. El vacío que había dejado no tenía una forma demasiado definida, aunque era enorme. Entonces, mirando al horizonte, vi como llegaban a puerto dos o tres pequeñas barcas de pescadores. La música que hay en el interior de mi cabeza se puso en marcha, y escuché en estéreo a mi abuelo y a su amigo tocando las guitarras y cantando la barqueta. De pronto, justo después de la estrofa que dice va junt amb el meu cor, amb el meu cor,  pararon de cantar. Y entonces lo escuché: el silencio. Se hizo el silencio absoluto dentro de mi cráneo. Algunas disciplinas orientales nos incitan a ejercitar esta habilidad: borrar o enlentecer al máximo todo pensamiento, intentar apagar todo el ruido que rodea a un pensamiento en el que nos queremos concentrar. A mí me estaba ocurriendo, solo que sin ningún pensamiento flotante. Simplemente, escuché el silencio, un silencio que tenía materia, que no era la ausencia de ruido ni de sonido, como se empeña en definirlo el diccionario de la Real Academia, sino un silencio palpable, que presionaba hacia fuera, que hasta dolía.

Fue entonces cuando fui consciente así, de repente, de la realidad contundente e irreversible de que mi abuelo había muerto. Él, y otras personas que también me hacían y me siguen haciendo falta.  A través de ese silencio, y no de la música, sintonicé con la ausencia de mi abuelo, y con el país de nunca jamás donde se supone que se encuentra, donde seguramente no hay guitarras, pero nos espera a todos para por fin descansar, en silencio.

Desde entonces vivo convencida de que el silencio ha precedido a la creación, y seguirá a la desaparición del universo.




En la barqueta


De Garbí el vent avança,
ja s’atansa cap al mar.
La barqueta aparellada
bé n’està.

Ja les ones ondulant-se,
a la platja van lliscant.
La barqueta ens espera,
saltem, nena, i endins va.

Al mar, al mar.....
                                               
Dins la barqueta,
amb tu ai Mia,
balancejant-nos
en mig del mar.
La brisa dolça
de marinada
la nostra barca
farà gronxar.  (BIS)

Anem remant ....
L’aigua tallant ….
Ves-me escoltant …
                                               
Nineta de ma vida,
l’amor és un tresor.
Ai nen que jo t’estimo.
Regala’m una flor.
La flor que vull donar-te,
amor del meu amor,
la flor que jo et regalo,
va junt amb el meu cor.  (BIS)