viernes, 14 de enero de 2011

Hacer buena letra

Dedicado a Rafael Santandreu


Hoy me he encontrado con la señora Teresa. Tiene ochenta y un años, el pelo denso, teñido con esmero de color rubio muy claro, casi blanco. Tiene unos ojos enormes de loba, y unos labios perfilados y sonrientes. Le sobran algunos kilos que le sientan la mar de bien. Siempre viste de colores alegres y hoy estaba en la farmacia pidiendo la lista de los medicamentos del seguro para él y para su marido, cuando no he podido evitar ver que, entre el montón de envases que le han entregado, había un antidepresivo llamado Vandral o algo así. Hemos salido juntas del establecimiento y caminábamos por la acera charlando.

- Señora Teresa, perdone la curiosidad, pero he visto que compraba pastillas para la depresión…

- Sí, hija, me las tomo cada mañana.

- Pero si yo la veo la mar de bien, no le hacen ninguna falta…

- No sé, no sé. Hace muchos años que las tomo y además ahora estamos pasando una época muy mala.

- Tiene problemas?

- Bueno, yo no, se trata de mi hijo mayor…

- Le ocurre algo a su hijo? Tiene algún problema de salud o algo así?

- No, qué va, no. Es que está en paro desde hace más de un año y no consigue encontrar trabajo.

De modo que Teresa toma antidepresivos de última generación porque su hijo de treinta y cinco años, soltero y sin descendencia, no encuentra ocupación. No se trata de un problema propio, ella sería feliz, pero este inconveniente ocasionado por causas ajenas a ella, la obliga a atiborrarse de pastillas que le afectan a la capacidad de pensar y le producen sueño, tal vez mareos, con lo que se le olvidan algunas cosas, tiene menos voluntad para afrontar decisiones, la hacen engordar, y encima la semana pasada se cayó en la calle aunque por suerte no se hizo nada.

En el otro lado de la plaza del pueblo hay un bar que tiene una terraza con cuatro mesas. Por casualidad me encontré a la señora Amalia y a su marido. Tienen unos setenta y cinco años. Se acercaban cogidos del brazo, relajados y ociosos, y se sentaron a tomar un cortadito justo al lado de mi mesa. Mientras su marido leía el periódico deportivo, ella y yo nos pusimos a charlar.

- Sabía usted que la señora Teresa está tomando medicamentos para la depresión?

- Anda, pues como yo! Yo tomo una pastilla de cipralex cada día, y mi marido una y media.

- En serio?

- Vaya, ahora no me acuerdo si soy yo la que tomo una y media y él una, como es la misma… Bueno, lo tengo apuntado!

- Pero señora Amalia, me sorprende mucho, yo a usted la veo estupendamente bien!

- Sí, se me ve bien, sí, pero la procesión va por dentro, sabe usted? Me las dio aquella doctora que pusieron en semana santa, y desde entonces no las he podido dejar. Ahora estamos pasando un mal momento, y mi marido también las ha empezado a tomar.

- Un mal momento?

- Pues sí, verá, es que mi hijo se acaba de separar, sabe?

Mis dos amigas, pues, toman medicamentos que sirven para las personas que sufren una depresión. Sin embargo a ellas alguien se los ha recetado para aguantar mejor el mal momento por el que pasan sus hijos. Los toman como quien toma vitaminas o valeriana, y se han acostumbrado a sus efectos, desarrollando un miedo atroz a abandonarlos.

- Pues yo le recomiendo que vaya al psicólogo, oiga usted, y que no se intoxique tanto con tantas pastillas.

El estigma de “ir al psicólogo” probablemente aparta a este tipo de mujeres de los beneficios que les podría reportar solicitar ayuda práctica y bien estructurada para afrontar problemas de este tipo, por otra parte tan frecuentes como ajenos a ellas mismas.

Cuando hace algunos años atravesé una mala época, tuve que decidirme entre ir a un psicólogo o tomar antidepresivos. Pero no tenía tiempo para ir al psicólogo y los antidepresivos me daban mucho sueño. Así que decidí hacer buena letra.

Mis amigos íntimos se mofaban, o, peor aún, pensaban que era yo la que les tomaba el pelo con este tema tan delicado. Pero, no. Esmerarse en hacer buena letra puede ser tremendamente relajante. Casi siempre tenemos problemas muy concretos en algunas letras, o en las uniones de algunas letras con otras o a veces sólo en algunas palabras concretas. Yo, por ejemplo, tengo muchos problemas para hacer una “m” inteligible cuando viene después de una “u”. En cambio, si es una “m” final de palabra, me sale curvilínea y armoniosa. Esforzarse durante una semana en escribir correctamente todas las “m” que salgan a tu paso, estén donde estén en la frase o en la palabra, hace que, poco a poco, se vayan recomponiendo pequeñas brechas neurales de otro tipo, y el dolor psicológico se va borrando como por arte de magia.

Un psicólogo conocido amplía este quehacer a otras actividades, de manera que “sacraliza” cada pequeño acto, con el objeto de ayudar a sanar las áreas enfermas del cerebro o del alma. De hecho, es un poco zen.



Mi amiga Emma trabaja en el banco y estaba de los nervios el año pasado. El novio la había dejado y había entrado en una espiral hacia abajo que se aceleraba por momentos. Me pidió que le recomendara un médico para que le recetara algo.

Al día siguiente le dije que, después de haber estado pensando toda la noche, creía que no tenía edad ni motivos para tomar pastillas de este tipo. Le pedí que escribiera algo para mí. Cuando me entregó la hoja, vi que en su caligrafía había algunas letras que no se distinguían bien unas de otras, como la “t” y la “i”, y la “l”.

- Lo que tienes que hacer es ponerte a hacer buena letra. Mira, esta “t” no se parece en nada a una “t”. Además, unas letras son grandes, y otras pequeñas.

Me miró raro, se sonrió pensando que estaba loca.

Pasó un mes y tuve que ir al banco para hacer una transferencia. Me atendió Emma, que me rellenó los impresos necesarios con soltura. Cuando los vi, le dije:

- Veo que sigues de los nervios. Mira esta “j”, parece una “q”. Y haces separaciones en las palabras que no existen.

Esta vez me miró en serio, y me prometió que haría buena letra. Le pedí que me repitiera tres veces que me lo prometía, y lo hizo.

Ayer estaba en la calle con dos bolsas llenas de hortalizas, y una sonrisa de oreja a oreja. Me contó que se casa en mayo con alguien que conoció el año pasado, que no ha necesitado tomar ningún medicamento, y además ha dejado de fumar. Le dije que me alegraba muchísimo por ella. Cuando nos despedimos, me dijo que ahora hacía buena letra.

Muchas veces es posible modificar nuestras sensaciones de tristeza, abandono, soledad y desesperación, con actos tan ajenos como hacer las cosas bien, con esmero, fijando en nuestras neuronas la manera correcta de hacerlas, tocando un pasaje musical de la manera correcta una y otra vez, y ni una sola vez mal, intentando escribir bien, con tintas de colores que nos gusten, con letra regular y clara. Otras veces se puede conseguir el mismo efecto sonriendo, o encontrando el lado divertido a lo malo, o añadiendo sentido del humor a las situaciones violentas, o surrealismo a los acontecimientos fastidiosos, o intentando sentirse sereno, motivado y de buen humor ante las adversidades.

No es necesario que ocurran cosas buenas para sentirse bien. Hay que sentirse bien para que ocurran cosas buenas. No se trata de filosofía ni de autoayuda ni nada por el estilo. Se trata de una simple técnica que funciona.