miércoles, 29 de julio de 2009

Malcolm y Liora

Los hombres prefieren a las mujeres con curvas, pero se enamoran de las mujeres flacas.

No hay prácticamente ninguna mujer en el momento actual que sea tenida en cuenta como una mujer digna, elegante, graciosa y con clase, si tiene curvas. Las curvas, el culo gordo, las tetas gordas, el vientre prominente, los muslos gruesos, se asocian a feminidad, a sensualidad. Pero las mujeres que llamamos elegantes, bellas, inteligentes, sensibles, dignas, tienen una serenidad que se acompaña de esa ausencia de senos turgentes, ni siquiera elevados, esa inexistencia de nalgas redondeadas. La figura alargada, el talle longilíneo, la cabeza erguida sobre dos piernas largas, la estatura por encima de la media. Todas esas son las características que dotan a una mujer del carisma, de esa belleza serena que hace que digamos de ellas que son seres excepcionales. Pensad en alguna mujer a la que admiremos por su serenidad, por su clase y elegancia, por su saber estar y su prudencia y discreción, por su buen gusto, será con toda probabilidad una mujer delgada, alta o no pero delgada, estilizada, recta y erguida. Fibrosa, activa, ágil y ligera como una pluma, que se desplazará sin hacer ruido, se sentará ocupando poco espacio, recogiendo sus piernas en espiral. Sus ropas redundantes le caerán con belleza y armonía, sin ceñirse al talle ni revelar redondeces orondas.

Esa observación que a primera vista puede parecer superficial, sin embargo tiene una raíz más profunda de lo que se piensa. En nuestro final de siglo XX, seguimos con el prototipo de la Bohème. Las mujeres que enamoran a los hombres, que los hombres consideran como especialmente dignas de su atención, que permanecen en la memoria de los hombres, son las mujeres esbeltas. Las mujeres con caderas anchas, nalgas abundantes y senos excesivos, resultamos enormemente atrayentes y seductoras, pero no misteriosas. Sensuales y deseables, pero no interesantes. Llamativas y provocativas, pero no fascinantes.

Las mujeres gordas robamos a los hombres el cerebro pero no el alma y el corazón.

La visión, el tacto de dos senos elásticos, grandes, producen emoción y excitación, sueños y deseos. La piel se pierde en un bosque de sensaciones, los olores, las temperaturas. Los hombres sueñan con dormir ahí, permanecer ahí durante horas. Agarrar carne para situarse en el mundo. Pero no para permanecer en él.

Los hombres sencillamente no se enamoran de las mujeres gordas. No importa cuán delgadas sean, pero no gordas.

El motivo sin embargo no está en la redondez de las carnes de las mujeres, ni en el aspecto de globosidad flexible y trémula. El verdadero motivo está en la actitud enraizada de las mujeres que poseen ese don de la redondez.

Liora es una mujer especial, como hay pocas. Delgada por arriba, gorda por abajo. Cara muy delgada y hermosa, cuello muy largo, hombros pequeños, senos discretos, cintura pequeña, pero caderas anchas y voluminosos glúteos y muslos. La desproporción no genera una desarmonía sino una belleza distinta, un canon separado de lo estándar. Pero el cerebro de Liora ha sido modificado desde siempre en función de sus formas.

Hasta hace muy poco, menos de un año, había pensado firmemente que la forma del cuerpo no tenía ninguna importancia a la larga en la visión de ella que se formarían las personas, especialmente los hombres. La condición de cuerpo no perfecto, con las generosas formas de su culo y piernas, no tenía por qué influir en sus ambiciones y sus objetivos. Cualquier cosa sería alcanzable, por definición, cómo iba a afectar la forma del cuerpo a algo como el amor y la inteligencia, en que para nada influían.

Pero desde esta tarde Liora comprende con profundidad y como un flujo rápido e interminable de ideas, que no es así. Ahora, cuando se halla hermosa y armoniosa, cuando le gusta mostrar su cuerpo y se siente orgullosa de sus diferencias, ya totalmente adaptadas a la edad, cuando se siente en consonancia con los movimientos de sus muslos y con la visión especular de sus caderas. Ahora cuando le gusta más su propio cuerpo que el cuerpo de las demás. Ahora justamente es cuando lo comprende y lo ve claro: los hombres no se enamoran perdidamente de las mujeres como ella. Los hombres no lo dejan todo y toman decisiones por mujeres como ella. Está lleno de ejemplos en todas partes, y desde esta conversación con Malcolm le ha quedado claro.

Malcolm le ha dicho, “Ya sé lo que puedes hacer por mí, tú puedes curarme”. Ante la mirada interrogante de Liora, Malcolm sonriente siguió diciendo, “Yo no puedo enamorarme de una mujer gorda. Es algo que no me gusta de mí mismo pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Sencillamente no puedo. Puedo enamorarme de una mujer delgada, no importa cuán delgada, esquelética. Pero no de una mujer gorda.”

Al principio Liora se había sentido divertida por esta afirmación de Malcolm, había bromeado con su condición de gorda, que Malcolm había negado, diciendo que ella no era gorda, únicamente no era delgada, pero no era gorda.

Pero la condición de gorda parece ahora como un atributo más adherido al propio ser de lo que pensaba inicialmente. Ella misma se cree gorda, por eso no permite que los hombres se acerquen a su alma. Permite que la abracen, que la rodeen, que la estrechen, que permanezcan horas rendidos a su lado. Pero no llegan a su alma nunca. Porque ella no lo permite. Algo en su cerebro gobierna estos atributos. Algo que hace que disfruten sensualmente de la vida, de la comida, del aire libre, de la libertad, de la bebida. Que no tomen drogas, que les guste dormir, que amen la placidez y la contemplación. Algo que gobierna el depósito suave de grasas en sus caderas y en sus vientres y pechos, en sus mejillas y piernas. Ese mismo cerebro las condiciona para que sepan que son objetos del deseo pero no de amor. Amarán como nadie, pero no serán amadas, nada más que por unos pocos que constituyen excepciones. Su amor siempre será infinito, pasional y unidireccional. No serán amadas por aquellos a quienes amarán.

Un miedo se apoderó de ella. Miedo y vértigo de haber vivido hasta ese momento ignorante por completo de este hecho. Miedo de haberse desplazado por los años de su adolescencia, juventud y ahora plenitud, sin haberse dado cuenta de cómo era vista y sentida por los demás, cómo era percibida por los hombres que ella había amado. Cómo habían estado a veces a punto de enamorarse de ella, pero un freno invisible del que ni ellos ni ella eran conscientes, habían puesto fin a las historias de amor. Cómo una barrera infranqueable la separaba del amor incondicional de los hombres a los que había amado incondicionalmente. Cómo la había separado de Emil. Y eso que la había separado, que la había dejado casi a las puertas de conseguir el amor de Emil para toda su vida, era precisamente algo que estaba en su cerebro.

El cerebro nos prepara para ser gordos, no solamente prepara a nuestro cuerpo sino también prepara a nuestra mente. Los genes que hacen que alguien sea extremadamente flexible e hiperlaxo hasta los extremos del contorsionismo, también hacen que las personas sean nerviosas, ansiosas y angustiadas. Los genes que rigen la forma y el número de vertebras en la columna vertebral, también modifican el carácter y hacen que seamos propensos a sudar en exceso y a agobiarnos y dormir mal. Está claro. No hay duda de que los genes que gobiernan las formas orondas, también otorgan esta personalidad insegura y tendente a basar su atractivo en el placer y en la pasión. Lo que nos hace gordos nos hace apasionados y felices, nos hace emocionantes y sensuales. Pero impide que nos amen, porque se respira la inseguridad detrás de toda esa energía y alegría. No somos apuestas seguras para toda la vida, somos demasiado vulnerables y cambiantes, apasionadas y temperamentales. Tranquilas y armadas de una dosis extra de medicina contra el rechazo. Nos hace capaces de aceptar las críticas con sonrisas, nos da una seguridad en nosotras mismas que es tan frágil como bien elaborada.

Tan frágil que puede venirse abajo sólo con un sonriente Malcolm, tan directo y contundente, “Nunca podré enamorarme de una gorda”.

La condición de gorda no es relativa sino absoluta. No es una característica continua sino discreta, no cuantitativa sino cualitativa. Es sí o no. Es gorda o no es gorda. Si es gorda, entonces Malcolm no podrá enamorarse de ella. Lo intentará hasta el último momento, convencido de la hermosura del alma, de la belleza del ambiente alrededor de ella, pero en el ultimo momento, justo cuando estaba a punto de lograrlo, algo saltará y evitará que Malcolm se enamore de la gorda.

No tendrá algo que ver, en definitiva, no es lo mismo, no es equivalente? Las mujeres de la vida de Malcolm son delgadas. Las mujeres que pasan por la vida de Malcolm dejando una pequeña memoria de amistad y brillo y efervescencia, pero no huella profunda, estas mujeres que no le han enamorado. Son mujeres que o bien se han sentido defraudadas demasiado temprano por sus ansias de independencia, por su actividad febril imparable.

O bien son gordas, de las que Malcolm no se ha podido enamorar por más esfuerzos que ha hecho para intentarlo.

domingo, 21 de junio de 2009

La casa, nuestra casa

Querido Stephen,

Te echamos de menos desde que te fuiste en tu furgoneta ruinosa.
No olvidaremos tus historias sobre la lluvia de sangre de pollo ni sobre el carpintero que enseñó a la niña a tocar la guitarra.
Hoy Elena nos ha invitado a todos a pizza. Ha llamado a aquellos muchachos tan simpáticos de pizza domino, y nos han traído una enorme variedad de pizzas, cervezas, coca-colas. Por la mañana ha salido a pasear con las muletas por el monte, parecía muy seco pero pronto se ha vuelto totalmente lleno de colores, formas y mariposas y flores lo poblaban. El paseo ha sido entre dos elevaciones de vegetación fragante y olorosa, a ambos lados del camino. No había accidentes en el terreno que pudieran desequilibrar sus zapatos ortopédicos ni sus muletas. Las muletas de Elena son de diseño alemán, con cierta flexibilidad y amortiguación, y con la punta del mismo material que las picas de los violonchelistas profesionales. No dañan el terreno pero se clavan en él como un aguijón, al ser más duras que cualquier otro material.
Elena se ha puesto una diadema para el dolor de cabeza, porque hoy le apretaba un poco. Ha tomado una infusión de liquen en el jardín, y de inmediato se ha sentido con fuerzas para formar parte del mundo.
Gustavo miraba desde su ventana con el telescopio. Con él alcanza a ver toda la falda oeste del monte donde se encuentra la casa, nuestra casa, la casa donde espero que vuelvas muy pronto, Stephen, espero que para quedarte.
Nunca olvidaré la belleza de la curva de tu espalda cuando hablabas con nosotros en el patio, o de noche cerca del fuego digital. Es curioso, nunca me canso de decirlo, me sorprende cómo es posible que en un momento de nuestras vidas nos pudiera gustar ser jóvenes y todo lo que tenía que ver con la juventud. Los jóvenes no pueden comprender nada. Y menos sin tener acceso al jardín de liquen, el único que guarda esta preciada forma de vida que nos mantiene despiertos, felices, guapos y vitales. Mis amigos dicen que no me comprenden, que para qué continuo insistiendo en la juventud, si es una pérdida de tiempo, algo que hay que pasar lo más rápido posible, porque está llena de obligaciones, preocupaciones, trabajos y miedos. La juventud es totalmente dependiente del cuerpo físico, y los jóvenes están totalmente obsesionados por mantenerlo bello, o lo que ellos consideran bello.
No saben distinguir la belleza de un tronco de un árbol encorvado, lleno de nudos que se retuercen en busca del sol, con los ramajes abatidos y deformados por el viento y las lluvias. Con la cara norte llena de liquen. No saben apreciar la belleza de lo que tarda siglos en formarse.
Sin ir más lejos, mi biznieta, que tan sólo tiene ochenta y seis años, sigue obsesionada por su aspecto físico, a pesar de que ya tiene edad para empezar a entrar en el mundo de lo realmente viejo y perdurable, en el mundo de lo eterno. Los jóvenes, ya se sabe cómo son.
Eduardo está sentado bajo un árbol, leyendo. Es la imagen de la placidez. Pero lleva tres semanas con el mismo libro. Lo escribió él mismo, cuando era joven, el libro vio la luz cuando Eduardo contaba con setenta y cinco años, fue un escritor precoz. Ahora no se acuerda de la juventud, como la mayoría de los que viven en la casa, nuestra casa. Y no se acuerda de que el libro lo ha escrito él.
Me preguntarán cómo es posible que no se dé cuenta, si su nombre debe estar en la portada del libro, en su lomo y en todos los encabezamientos. Muy sencillo, aquí nadie conserva su propio nombre, y la gran mayoría lo han olvidado. De hecho, las personas que viven en la casa, nuestra casa, apenas recuerdan nada de su propia vida. Pero las cosas sumamente agradables como un paseo en carruaje, o a caballo, o escribir con una máquina, o leer un libro de los de papel, con hojas a las que dar la vuelta, y con las páginas imitando la imprenta, son un lujo que Stephen cree que es necesario que tengamos. Sólo ha recuperado para nosotros las cosas sumamente agradables de la vida de los jóvenes. Cosas del pasado, de hace ya años. En realidad no sé cuánto tiempo ha transcurrido, porque el asunto del liquen es algo que se fue introduciendo poco a poco en nuestras vidas, y fue borrando nuestra noción, nuestra capacidad de percibir el tiempo. Desde que probamos los líquenes, el tiempo se convirtió en algo de tan poca importancia como lo puede ser la temperatura o la velocidad del viento. El tiempo dejó de preocuparnos cuando supimos que no influiría para nada en nuestra vejez.
Proyectamos esta casa, nuestra casa, cuando éramos, er, jóvenes. Sí, ya sé que es un poco contradictorio, pero la verdad es que unos cuantos de nosotros nos reunimos un día festivo para comer juntos. Éramos unos quince o veinte. Estábamos acompañados de nuestros hijos y de nuestras parejas. Yo todavía lo recuerdo porque nunca he querido tomar las dosis correctas del liquen, pero me voy olvidando de muchas cosas. Es posible, pues, que lo que estoy explicando no se ajuste por completo a la verdad de como se dieron los sucesos. Pero, a quién le importa, por otra parte?
Estábamos en una terraza natural hecha en el Cap de Creus con piedras, de las que se empleaban antes, mucho antes, para plantar

martes, 12 de mayo de 2009

La sonrisa de Esteban (Una historia real)

Elena no supo nunca que estaba enamorada de Esteban. Pero lo estuvo, desde que ambos eran niños. De hecho no estaba enamorada de él, sino de su sonrisa. Y como suele ocurrir en estos casos, la sonrisa no era algo que se diera con mucha frecuencia en el rostro de Esteban. Era el típico niño serio, solitario, pensativo y misterioso.

Elena sin embargo había descubierto una manera de hacer que Esteban sonriera, incluso riera, y así poder contemplarlo a placer. El único problema era que sólo era capaz de hacerlo cuando venían los feriantes del pueblo y montaban un tinglado con las atracciones y los típicos autos de choque, movidos a toda velocidad por la energía eléctrica que les viene desde la banderilla que toca el techo.

Elena convencía a todo el grupo para ir a pasar la tarde a la feria. Luego pagaba todo el dinero que le habían dado sus padres en fichas para los autos de choque. Esteban nunca subía a ninguna atracción, sólo miraba. Entonces Elena se montaba en uno de los autos de choque y comenzaba el espectáculo. Conducía de manera irresponsable, girando sin evitar los choques de los demás vehículos. A cada momento se giraba para espiar la actitud de sus amigos, que se reían de ella a carcajadas por las payasadas que hacía. Entonces, después de tres o cuatro impactos por sorpresa en los que a menudo la despeinaban o le cambiaban la dirección del cochecito, aparecía la sonrisa en los labios de Esteban. A veces incluso la risa. Y Elena era feliz.

Elena aprendió mucho de esos coches de feria. Aprendió que si se conduce apretando el acelerador a fondo sin parar se rebota con todos los objetos que te encuentras a tu paso, y si gritas o sueltas el volante, giras, provocando una gran sonrisa en la cara de Esteban. Aprendió que si das la vuelta en secreto a la rueda del volante hasta que ya no se puede más, el coche parece ir marcha atrás, transformándose en el único vehículo que avanza al revés, con el consiguiente caos y desconcierto que esto ocasiona en el grupo que corre por la pista. Este truco a veces había hecho reír sonoramente a Esteban, y lo reservaba sobre todo para cuando ya no le quedaba más que una ficha.

Nunca compartía el coche con nadie. Quería las risas de Esteban para ella sola.

Elena recuerda cuando, siendo una jovencita, detenía su seiscientos al pasar al lado de sus amigos en el pueblo donde pasaban el verano. Si veía a Esteban, fingía un descontrol total de los mandos del vehículo y calaba el motor, lo cual desataba de inmediato la hilaridad de todos sus amigos, y, cómo no, la sonrisa de Esteban.

Ahora Elena tiene cuarenta y tres años. Han pasado muchísimos años desde aquellas sonrisas. Hoy ha conducido el Volkswagen Touran nuevo, que su marido le ha dejado coger para ir a visitar a su amiga que vive en una casa en las afueras. Para llegar a esta casa hay que ascender por un camino que al final tiene una gran curva que se dobla sobre sí misma para situar el camino en un nivel superior. Es lo que se llama una curva de corbata. Charla con su amiga, toman un té, toman una copita de garnatge con taps dolços. Pasan cuatro horas deliciosas hablando del pasado, de sus familias, de sus hijos, ya adolescentes.

Al despedirse, Elena sube al Touran. Excitada y feliz por la jornada, por los planes que han hecho, pone en marcha el motor. Hoy juega el Barça y su marido ha quedado con unos amigos en casa para ver el partido. Ella llegará un poco tarde pero compartirá el evento con ellos tomando pà amb tomàquet. Su amiga le dice adiós con la mano. Elena toma la curva de corbata, pero se le olvida que le han dicho mil veces que la debe tomar abierta. Se oye un ruido de metales rajados en canal y el Touran se para y empieza a tambalearse. Su amiga corre hacia ella. Elena se las ha apañado para que su coche se quede en equilibrio con la rueda delantera de la derecha y la rueda trasera de la izquierda a un metro del suelo, y las otras dos clavadas en el polvo. Una roca volcánica que sobresalía del ángulo del camino, le sirve de pivote en los bajos del vehículo. A la izquierda del camino en el cual el coche se tambalea, está el mar, a cuatro metros de caída por un precipicio rocoso. Su amiga corre espantada hacia ella, y le abre la puerta. Pero al intentar salir se da cuenta que el desequilibrio que se crearía haría que el coche cayera al mar en un par de vueltas de campana. Elena no puede salir del coche. Llama por el móvil a su marido, que ha empezado ya a ver el partido con sus amigos, a treinta kilómetros de allí, y no contesta. No recuerda la compañía de seguros. No recuerda si tiene servicio de asistencia en carretera, y los del RACC vendrían, pero sólo si el conductor fuera él.

Su amiga piensa rápido: necesitamos un tío. Pero no un hombre cualquiera, un tío. Un tío que sea capaz de mover este coche sin cargárselo. Y pronto, porque esta oscureciendo. Los niños tienen que cenar.

Se les ocurre llamar a la policía municipal. Enseguida mandan a un chico joven en una moto, de poco más de dieciocho años les parece. Al ver el problema en que se han metido, el poli, que al principio estaba serio y con cara de estar de servicio, abandona la rigidez y sonríe. Sonríe a las señoras con una risa seductora y de hombre verdadero, aguerrido, triunfante.

Baja, le dice a Elena, que no se atreve y al final tiene que tirar de ella para convencerla. El hombre se pone al volante, y en un par de vueltas de rueda y de acelerones con la única rueda que tenía tracción, se escucha un rasgado suave de plástico, y el Touran se desliza hacia delante. Elena y su amiga se tapan los ojos. El poli deja el coche amorrado al precipicio. Entonces haciendo gala de gran agilidad le da la vuelta en una serie de pequeñas maniobras con golpes de muñeca y avances en zig-zag diminutos. Finalmente el coche queda encarado al camino de vuelta y sin ningún rasguño visible.

Elena está tan contenta que quiere abrazar al policía. Los niños de su amiga, que lo han estado mirando todo desde diez metros, aplauden. El chico sonríe un poco tímido, pero orgulloso. Se ríe con esos dientes blancos, con esos hoyuelos en la barbilla tan entrañables. Se despide y se va por donde ha venido con su moto.

- No sabes quién era? – le dice su amiga, más al día de las cosas del pueblo. – Es el hijo mayor de Esteban, el que iba a clase con nosotras.

domingo, 19 de abril de 2009

Las luces mágicas

Hoy quiero hablar unos cuadros que vi, y que no puedo mostrar por cuestiones de copyright. Son de una pintora.

Los cuadros tienen el color dentro de ellos, no lo proyectan hacia fuera, lo tienen en sus mundos infranqueables a los que quisiéramos llegar pero no podríamos de ningún modo. Me pillé a mí misma recordando lugares que había visto, y deseando que ella los pintara para mí. Deseaba ver el mundo con sus ojos, con los ojos que sacaban rojo fuego a los ríos, plata a los troncos de los árboles. Quién pudiera ser un paisaje y estar en su memoria para poder ser simplificado.

Quisiera vivir en uno de estos paisajes. No son simplemente naïve, son algo más que eso. Tampoco son osados.

De todos me llamó la atención uno. La catedral de Ripoll, que aparecía mucho más multicolor que el desnudo que tenía cuatro cuadros más allá. Era uno de los cuadros más pequeños, sólo un pastel, como un apunte. Pero era extraordinario, tal vez sin pretenderlo. A lo mejor era el resultado de un dibujo de reunión en que la pintora hubiera estado jugueteando con los lápices de colores, rellenando sin ton ni son un dibujo a lápiz de una catedral de Ripoll representada con todo lujo de detalles, pero con la vigorosidad y la curvatura de un objeto vivo, ahora coloratura. La catedral de Ripoll vista por Gaudí?

Me entraron ganas de ir allí, de poder aparecer en el preciso instante en que la pintora había descubierto aquellas luces gamberras que habían provocado ese infotografiable efecto lumínico.

Tengo un amigo que se dedica a la fotografía de manera no profesional. Dice que los paisajes debes trabajarlos tú, encontrar lo que hay en ellos para obtener resultados estudiadamente evocadores y bellos.

Me cuenta mi amigo que existe un momento al atardecer, y a veces también de madrugada, un breve instante en que lo que estás viendo sí es posible fotografiar y dejar plasmado en papel fotográfico o en soporte digital. Ese momento no precisa de filtros ni de retoques de luz y color, y se llama el momento de las luces mágicas. Saber esperarlo y reconocerlo es cuestión de montones de experiencia y de paciencia. No estoy hablando de algo mágico o paranormal, sino de algo conocido y habitual en el mundo de la óptica y la fotografía.

Parece como si esta pintora hubiera vivido permanentemente en busca de las luces mágicas. Un poco como Van Gogh.

Estos cuadros curan cosas. Se ha descubierto que si se padecen ciertas afecciones, se pueden curar con estos cuadros. Basta con pasar unas horas al día rodeada de multitud de ellos. Algunas enfermedades pueden curarse mirando campos de jockey sobre hierba vacíos. La ansiedad y la angustia, por ejemplo. Cuando alguien se encuentra en situación de enorme desasosiego, entonces lo conduzco al campo de jockey sobre hierba. Si en alguna ocasión os habéis enfrentado visualmente a un campo similar, sabréis que la hierba limpia, densa, tiene en estos lugares un tono verdoso muy artificial. La hierba que se emplea para ellos quiere tener un toque azulado, y parece como un engaño, como si se llevaran gafas con un filtro de color.

En los peores momentos de mi vida me he enfrentado al campo de jockey de mi ciudad, para tratar de sosegarme y siempre lo he logrado. También tienen un gran sosiego sobre mí las montañas de diversas tonalidades de lila que aparecen en el Empordà por los atardeceres, formando una bella pared de los Aiguamolls. Pero muchas veces he pensado que tal vez el sosiego lo confieran por la inmensa belleza de los colores y la pureza de las formas, tamizadas por la luz del sol que se está marchando. Las luces mágicas quisiera yo ver en estos momentos, para poder captar, para poder inmortalizar estos colores. Pero los colores no son sino efectos abstractos en nuestra retina, gracias a la proporción de células que cada uno tenemos dispuestas como una capa, muy parecido a las cámaras digitales.

Otra de las veces en que me he encontrado con colores terapéuticos es cuando he visto los cuadros de esta pintora. Dónde está la explicación? He visto cientos de obras de arte de la pintura en decenas de museos a lo largo y ancho del mundo. Y estos son los cuadros que me proporcionan alivio de mis penas.

Nada bueno iba a suceder hoy hasta que he visto estos cuadros. Buscaba sosiego por doquier cuando de pronto he encontrado estos cuadros.

El efecto de estos cuadros, va más allá del simple placer de la contemplación. Hay una parte que realmente entra por unas vías por las que no entra el lenguaje, ni el gozo estético intelectual amante de la simetría y la proporción. Entra por el sistema nervioso autónomo, es como un destello de colores que mejora las capacidades para tolerar situaciones adversas. No sé en qué consiste pero posiblemente deba estudiarse.

Esta artista ha desarrollado un método para frenar el circuito en algunos nudos neuronales donde existen pequeñas soluciones de continuidad y donde puede perderse información. En estos puntos débiles, en estos núcleos, se puede incidir con destellos de algo significativo, pero es preciso reunir una gran cantidad, una gran densidad de estos estímulos, que pueden ser auditivos, olfativos, táctiles, y en este caso son visuales. Las luces mágicas.

sábado, 11 de abril de 2009

Cormoranes y otras pesadillas


Muy a menudo sufro una gran oposición entre mis dos cerebros, lucha a la que ya me estoy acostumbrando últimamente. Uno de ellos es el que escribe, expone. El otro es el que tiene la ideas. Mal asunto. Esta configuración del ordenador (por qué les llamarán así, por cierto?) que tengo dentro de mi cráneo, justo por encima de los ojos, es la que me impide seguramente conseguir buenos resultados. Ni siquiera consigo impactarme a mí misma.
Pero he de confesar algunos de los temas e imágenes recurrentes y preferidos de mi cerebro derecho, el inventivo, tiene que ver mucho con los siguientes hechos: carneros que se resbalan por una grieta en un desfiladero y que se quedan encallados en medio, sin caer hasta el fondo ni poder extraerlos. Cormoranes muertos que aparecen secos encima de la mesa de desayuno, con un extraño diente en forma de gancho en el interior del pico inferior. Niños que se quedan encerrados en salas de equipaje de los grandes aeropuertos durante horas. Adolescentes que se pierden en la montaña y vagan por distintas casas con luz sin que nadie les acepte y les permita pasar la noche bajo techo. Niños que empujan a otros en cuevas secretas para que se caigan al mar enfurecido lleno de olas. Viejas de los pueblos que son torturadas y mueren entre llamas porque todo el mundo considera que son las que han desencadenado una serie de desgracias. Niñeras a las que se les cae un bebé por un precipicio, y tratan de tapar el suceso con excusas, quedando la memoria del bebé como algo borroso y legendario.
Uf.
No os podéis imaginar lo difícil que es anotar todo esto con el freno del cerebro izquierdo, que es el que escribe, intentando que no lo haga. De hecho he parado porque no puedo más.
Seguramente la mayoría de grandes escritores de fantasía lo hacen porque han adquirido la habilidad de detener físicamente la preponderancia de su cerebro izquierdo, del mismo modo que hay quien aprende a hacer la vertical-puente.
Y ahora lo peor: todas las imágenes que he mencionado (y muchas otras) proceden de hechos reales. Ya se sabe eso de que la realidad...

domingo, 29 de marzo de 2009

Historia fictícia de Jesús

Estaba sentada en la taza del water, leyendo como siempre. Por la ventana lateral, que estaba abierta, a través del patio veía la ventana de mis vecinos, que estaba cerrada. De pronto se abrió y pude comprobar que se habían mudado unos nuevos habitantes a esa casa, que hacía mucho tiempo que estaba vacía. Uno de los nuevos inquilinos sacó la cabeza para mirar, y se encontró de frente con mi cara. Las ventanas están tan cerca que si estiramos los brazos se pueden tocar las manos.
El nuevo inquilino era un estudiante llamado Luis, muy alto y delgado, con los ojos de almendra y el pelo castaño y liso. Pronto me di cuenta de que había otro habitante, que era un hombre también, homosexual claramente como el primero. La sorpresa fue que a este chico lo reconocí porque había participado en un concurso televisivo de jóvenes cantantes. Tenía una voz varonil y preciosa, y se vestía como un caballero para las actuaciones. En cambio ahora estaba vestido como habitualmente debía gustarle, con una camiseta llena de colores y trazos, de Desigual, y con el pelo mucho más corto.
–Tú no eres el del concurso de la tele?
– Sí, creía que no me conocería nadie con este nuevo aspecto.
Yo me levanté de la taza del water, y me puse a hablar con ellos.
Entonces escuché unos ruidos en la puerta, más fuertes de lo habitual. Advertí a mis nuevos vecinos que estaba preocupada por los ruidos; mi marido había salido hacía unas horas para unos recados y no esperaba su regreso tan pronto. Me fui corriendo a la cocina, le llamé pero no contestó al teléfono.
Llamé a la policía y les rogué que se apresuraran a venir, porque sin lugar a dudas alguien seguía aporreando mi puerta. A este paso la iban a echar abajo.
A la sexta vez lo consiguieron, y entraron dos hombres en mi casa, corriendo por el pasillo. El que iba delante era delgado y pequeñito, pero el que iba detrás, más despacio, era como un armario.
El pequeño empezó a revolver los cajones en busca de objetos valiosos, para mi horror, a pesar de mis gritos. Decidí encerrarme de nuevo en el cuarto de baño. El grande se había quedado en la entrada, y estaba manipulando, ignoro con qué objetivo, la caja de mandos de los fusibles de la casa.
Llegó la dotación de la policía, que consistía en un chico y una chica, esta última regordeta y con el pelo castaño teñido con mechas y reflejos. El ladrón pequeño salió disparado por el pasillo hacia la puerta, y lo pararon allí. Se tiraron encima de él y lo inmovilizaron entre los dos, en el descansillo del edificio. Mis nuevos vecinos, habían salido al corredor para ver lo que pasaba y entraron en mi casa para intentar ayudarme. El ladrón más corpulento se había quedado detrás de la puerta, y cuando la policía salió para detener al ladrón pequeñito, éste cerró la puerta y se adentró en el piso, llegando hasta mi habitación y comenzó a robar todos los equipos electrónicos que tenía en mis estanterías: discos duros, cámaras de fotos, lápices de memoria, todo. Lo metía en un saco que llevaba. Era el auténtico ladrón del saco. Salí corriendo, seguida por mis nuevos vecinos gays, hacia el descansillo, donde los dos policías se entretenían hablando con el ladrón pequeñito, ya maniatado. Les grité que dentro estaba el ladrón más grande y más peligroso, pero no me creían, supongo que la situación era algo grotesca, con los gays detrás de mí, aún más asustados que yo.
Cuando los policías entraron al piso para intentar hacerse con el ladrón más grande, el ascensor se detuvo en el piso y apareció mi marido. No iba sólo. Iba acompañado de una enfermera joven y delgada, que yo conocía de algunas reuniones a las que le había ido a recoger. Llevaba el pelo liso, a media melena, y de un color rojizo. No parecieron alterarse mucho por el jaleo que encontraron. La casa patas arriba, los policías llamando a refuerzos e intentando detener al ladrón grande, que se les escapó por la ventana y se fue trepando por las terrazas de los vecinos. Los homosexuales, que curiosamente habían aumentado su número en cuatro, colocados a mi alrededor como haciendo un escudo, mirando mucho a mi marido, y de refilón a la enfermera.
– Esta es Julia, creo que la conoces.
La conocía. Sospechaba que mi marido estaba enamorado de ella desde hacía varios meses. Julia estaba al cuidado de Jesús, un paciente muy anciano pero muy sabio, del que mi marido hablaba casi cada día, y cuya casa frecuentaba tanto como la cafetería.
– Hola. Dónde estabas? Te he estado llamando!
– No he podido contestar.
– Ya me he dado cuenta! Han entrado a robar en casa! He llamado a la policía, y han detenido a un ladrón, pero el otro ha escapado. – Le dije. Parecía no alterarse por mis palabras ni por lo que ocurría a su alrededor, con los homosexuales yendo y viniendo por el pasillo, ordenando las cosas que les parecía.
Me fui a la sala para comprobar el aspecto que había quedado tras el allanamiento. Mi marido y Julia se quedaron sentados en el pasillo. No comprendía su manera de comportarse. Cuando volví demasiado pronto al pasillo, él la estaba besando. Me acerqué. Se borró todo lo que estaba sucediendo, el robo, la entrada de los ladrones, el parloteo agitado de los vecinos gays y del cantante de la televisión.
Él se dio cuenta de que los había visto, y me explicó:
– Me voy de casa. Me voy a vivir con Julia.
Se iba a vivir a un piso que tenía Julia alquilado en la zona de las Glorias, era una zona que él siempre había detestado.
– Ahora que los ladrones han desordenado y abierto todo, es un buen momento para que recojas tus cosas.
Comencé a visualizar por una parte todo lo que sería mi vida sin él, las cosas que mejorarían y las cosas que empeorarían y que echaría de menos hasta no poder soportarlo. Julia me miraba con mucha compostura, sin poder evitar ocultar ciertos rasgos de rata. Cierto es que yo tengo rasgos de conejo, nunca lo he negado, pero en una mujer los rasgos de rata son mucho menos admisibles, a pesar de su precioso pelo sedoso, de su juventud. Comenzaron a recoger objetos para llevárselos consigo, y ella lo hacía sin doblar las rodillas, mostrando al final de sus muslos un culo embutido en unos tejanos, rectilíneo y prácticamente sin carne. Pensé en las veces en que mi marido habría tenido las manos en esas caderas, cuyos contornos secos eran tan diametralmente opuestos a las formas opulenta de mis propias caderas.
– Nos vamos a marchar, – me dijo, al terminar mi marido. – Pero si necesitas ayuda para ordenar todo esto, nos quedamos.
Se lo agradecí en el alma, procurando estar lo más digna posible, para que el episodio quedara como un tanto a mi favor, qué estupidez, ahora que lo pienso. Les rogué que se marcharan cuanto antes y me dejara en paz, porque tenía en realidad necesidad de hacer algunas llamadas telefónicas.
No sé, de las dos, cuál es la llamada que más me urgía. Mi amigo Eduardo de toda la vida, o bien llamaría antes a Jesús.
Jesús, y esta era la sorpresa que tenía reservada para los lectores, no era otro que el anciano paciente de mi marido, a quien cuidaba Julia. Jesús y yo manteníamos una relación epistolar desde hacía tiempo, totalmente abierta a todo el mundo. Jesús sabía de mi gran pasión por la lectura y de mi interés por temas místicos, y desde hacía algunos meses se había dedicado a legarme su biblioteca, libro a libro, con una pequeña nota de dedicatoria en cada uno de ellos, cuidadosamente subrayados para mí, utilizando a mi marido como mensajero.
Mi marido era su médico. Julia era su enfermera. Pero conmigo compartía su espíritu.

viernes, 27 de marzo de 2009

Traccionando algodón trenzado


O lo que es lo mismo, tirando del hilo. Mi profesión alternativa es tirar de los hilos. Pero no para manipular marionetas, sino para seguir la pista a enredadas y olvidadas historias.
La de hoy va de rusos. Un cuadro del pintor ruso Ilia Efimovich Repin (Russian, 1844–1930). Lo nombré ayer a un amigo ruso, y es bastante conocido en su país. El cuadro es un retrato del escritor Garshin (Vsevolod Mikhailovich Garshin 1855-1888), de historia y vida turbulentas. No he decidido aún si el cuadro me gusta o no me gusta. No cabe duda de que Repin captó la zozobra del pensamiento de este hombre. Pero tiene un no sé qué de ilustración que, en fin, me faltan días para sedimentarlo en mi depósito interno.
Lo más interesante no es la pintura (según alguien muy próximo y muy entendido, sí que es realmente muy bueno), sino la cantidad de compatriotas artistas, escritores y músicos que este pintor llegó a retratar, dejando un reflejo de sus almas. Ello incluye a Tolstoi. Los curiosos pueden encontrar más información en un link:
http://www.abcgallery.com/R/repin/repin.html
Seguiré tirando del hilo y profundizando en Garshin y en otros personajes de los cuadros de Repin. Agradezco informaciones.

martes, 24 de marzo de 2009

Bronzino


Hace unos diez días alguien me preguntó, pensando, erróneamente, que yo sabía algo de arte:
- Cuál es tu cuadro preferido?
Ante tamaña pregunta me quedé descolocada. Jamás en la vida se me había ocurrido que pudiera existir una respuesta para algo semejante.
Muy pronto supe cuán equivocada estaba: me encontré de frente con mi cuadro preferido, por lo menos de ese día, y de esa semana. Es el "Retrato de un joven", de Bronzino. Los curiosos podéis investigar en la página del Metropolitan Museum of Art, de New York. Los que vivan allí, que corran a contemplarlo.
A partir de este Bronzino me he propuesto tener siempre al menos un cuadro preferido cada día, o cada semana.

domingo, 22 de marzo de 2009

La manía de probar

Hoy prefiero dejar en el blog este retal de Luis Racionero, para mí el mejor escritor español que existe.

La verdad es la reproducción de lo que es dentro de nuestro cerebro. El modo de amoldar lo que es a los escasos circuitos neuronales de nuestro cerebro se llama probar. Lo grotesco es que los racionalistas y los positivistas lógicos confundan ese limitado monigote de la realidad que nos cabe en la cabeza con la inconmensurable realidad misma. La manía de probar viene del miedo a lo inconmensurable. “Le silence eternel de l’espace sideral m’effraye.” Y para quitarnos el miedo, vamos a medir. Antes, esos mismos cobardes creían en Dios.
Luis Racionero

Fotograma de Oix

Tengo una foto tomada desde lejos, en una casa de colonias a la que fuimos todos juntos. Stephen, Nameit y yo estamos en el suelo, se nos ve muy pequeños. Ella y yo, mirando a la cámara, mientras que Stephen no mira, tiene la cara vuelta hacia algo muy lejano. Su cuerpo está reclinado sobre un codo, y una de las piernas está doblada y otra está extendida. Es la imagen a la que quisiera volver una y otra vez. No recuerdo de qué hablamos, no recuerdo nuestro estado de ánimo en esos días, en esas semanas, pero si pudiera alguna vez volver a vivir un momento de la infancia, uno sólo, sería muy difícil poder escoger, pero probablemente me gustaría regresar a la semana en que fue tomada esa fotografía. Más concretamente, me gustaría poder volver al preciso instante de esa fotografía y prolongarlo, prolongarlo infinitamente. Que nunca nadie se saliera del marco, que nunca Stephen dejara de mirar al infinito, ajeno a nuestra presencia, sin necesitar nuestra compañía. De todas las cosas que se ansían en el mundo, la mayoría nos han sido conocidas en alguna ocasión, y esta sensación de la cercanía de Nameit y Stephen, es una de las más importantes.

viernes, 6 de marzo de 2009

Beethoven inventó el "just do it".

Dice mi profesor de música: Beethoven llevaba las ideas a la práctica, no era un teórico que sólo opinaba sobre las cosas que había que cambiar en la historia de la música. Él cogía y lo cambiaba.
Cuántas veces he querido hacer estas estructuras formales: una suite o serie de historias no tan largas como una novela ni tan cortas como un cuento, que están escritas en una misma tonalidad, o bajo un mismo signo. Un fuga o sucesión de historias, solapadas, en que los personajes secundarios pasan a ser principales en el siguiente cuento.
De hecho otras modalidades de estructura formal ya las habían esbozado antes otros. Pero no sé con qué éxito. A lo mejor alguien deba llevarlo a la práctica. Pero eso no es precisamente lo que confiere atractivo a una obra de arte, sino que es la calidad, lo que se palpa. Es lo que le decía yo hoy al profesor de música: sí, Beethoven y su revolucionario cambio en la estructura de la forma musical. Pero qué hay de su inexplicable originalidad? De su dejarte colgado, de su maravillosa manera de hacer que desees un poco más aún, y de ir mejorando por momentos, de hacer que siempre la realidad de lo que se escucha sea superior a lo que se recordaba?
De hecho es así.
Estas estructuras formales de la música de Beethoven me tienen que servir de plantilla. Pero hay algo que también deseo que me sirva de plantilla, y es la capacidad para pensar y llevar inmediatamente a la práctica mediante un ejemplo majestuoso y definitivo, su idea. Plasmar. Si hay alguna diferencia entre Beethoven y muchos de nosotros los mortales, es precisamente que en él de la teoría a la práctica no hay soluciones de continuidad, es todo un único movimiento.

La mujer gnomo

Nameit, creo...
Mira por dónde, hoy tenemos un nuevo personaje. Es una mujer mayor, de más de sesenta años, gruesa, con el pelo gris producto de una mezcla de marrón y gris, nada que ver con el plateado de muchos ancianos venerables. Lleva una diadema y una trenza. Sonríe, y habla cerrando la boca después de cada frase, emitiendo sonidos cuando dice cosas “mmm”, como si se pensara cuáles son las palabras más adecuadas. Si tuviera que darle un parecido con algún personaje de ficción diría que se parece a las mujeres gnomo de un libro de gnomos que me regalaron cuando era niña.
Era un libro bastante voluminoso, y estaba escrito en clave de manual, como si fuera una reproducción de un cuaderno de campo hecho con fines científicos. Era sobre los gnomos. Estaba escrito en italiano, y el tener que leerlo en otro idioma, en mi caso, a mi edad, todavía no había llegado a la adolescencia, hacía que me pareciera como en otra dimensión distinta, que podría tener algunos vestigios de verdad. Hacia el final del libro describía con detalle los enclaves geográficos en Europa donde se habían hallado gnomos, y las especies que se podían encontrar en cada sitio.
Ese libro era para mí un secreto, estaba en italiano, y ninguno de mis amigos tenía acceso a él. Luego dieron por televisión la serie de los gnomos, y aunque a muchos les gustó, para mí fue una cosa de lo más vulgar. Nunca me ha gustado que lo que a mí me gusta sea de dominio público.
Luego, años más tarde, lo vi publicado en castellano. Pero era mayor, y el tiempo en que había llegado a creer un poco en que algunas cosas de ese libro eran verdad, había pasado. De hecho esto demuestra que si se explican las cosas con suficiente detalle, se gana realismo, en este caso en la ficción.

– Después de hoy ya no me busques más, porque no me vas a encontrar. Eso es lo que me dijo el chico. Pasó varios días en mi casa del bosque, y un día me dijo esto. Y es verdad, porque al cabo de un mes fui, y ya no lo encontré.
Tenía heridas pequeñas en la mano derecha, en el dorso y en la palma. Se las hacía ella misma con unas tijeras de uñas bastante oxidadas. Cuando le pregunté por qué lo hacía me respondió:
–Tenía los dedos de la mano todos doblados hacia adentro, y nadie me quería operar, así que poco a poco me fui cortando yo misma. Y ahora voy cortando trocitos para que no se me quede todo agarrotado. –se miraba la mano, dando vueltas a la palma y al dorso, como si estuviera orgullosa de su hazaña, consistente en una mano cubierta por una coraza áspera de dermatitis como si fuera un liquen sanguinolento–. La gente del pueblo lo miraban mal y a lo mejor se tuvo que ir, porque le decían cosas, porque él se portaba bien conmigo.
Lo dijo con tranquilidad, sin sonreír ni adoptar ninguna expresión de contrariedad. Como si lo normal y lo comprensible fuera portarse mal con aquella anciana regordeta con las mejillas chapeadas posiblemente de tinto barato.
Cuando las personas que vivimos en lugares habitados, urbanizados, de pronto nos encontramos en entornos que no nos son familiares, y donde la naturaleza es la soberana, estamos expuestos a los designios de las leyes de otros mundos. Ya no rigen las leyes de las ciudades y de los pueblos. Rigen las leyes de la tierra y del mar.
Cuando nos movíamos por aquel territorio desconocido de las rocas que rodeaban a la península donde se encontraba nuestra casa, lo hacíamos fascinados por la fuerza, por el protagonismo que adquirían esos territorios oníricos, esa naturaleza que reinaba sobre nuestras voluntades.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Primer párrafo

Dedico este blog a todos aquellos que, como yo, jamás se atreverían a iniciar un blog. A todos aquellos que, como yo, ignoran todavía la etimología precisa de la palabra "blog". Pero sobre todo a todos aquellos que me han inducido a hacer esta y otras cosas.
Para poder expresar con exactitud lo que significan para mí, tendría que empezar a amontonar frases muy cursis, en las que aparecería de vez en cuando la palabra "inspiración".