jueves, 2 de septiembre de 2010

Mis musas


Tengo dos musas y tengo que darles de comer. Les doy generalmente una latita de atún a cada una de ellas, mezclado con un poco de mayonesa o con miga de pan, según el día. Tengo que dárselo en platos separados, y además uno de ellos come en el suelo y el otro en la mesa. No importa cuál coma en el suelo, se van alternando. Pero no se pueden ver mientras comen. No tienen celos el uno del otro, pero no conviene que estén demasiado tiempo juntos porque si no se distraen y dejan de alimentarse, y entonces adelgazan, se vigorizan excesivamente y comienzan a programar fugas por la ventana o por el hueco ventilador de la cocina.

Llevan un collar cada una de ellas, el gato Gus de color naranja con pequeños apliques metálicos. Es un collar muy ligero, que apenas le molesta. Al principio le puse uno que era elástico, se ponía sin abrir los extremos, pero pasó todo el día con la cabeza en una posición forzada, intentando quitárselo con movimientos inútiles muy penosos. El gato Edu lleva un pequeño pañuelo robado a una de las muñecas de mi hija, concretamente a una Nancy boy scout. Lo lavo todas las semanas y se lo pongo de nuevo. Es un pañuelo azul y blanco.

Algunos conocidos que entran en casa y los ven me dicen que los gatos no deben llevar collar, que son los perros. Los gatos son animales muy independientes y no les agrada llevar collares ni distintivos ni ropa para mascotas. Pero estos son diferentes, han venido a hacer una labor muy concreta, ser mis musas. Me guardan la inspiración, por lo que deben quedarse en casa siempre, no pueden salir.

A veces los dejo salir, sin embargo. Por separado, para hacer sus necesidades, y también para perseguir a alguna gata en celo. Siempre vuelven porque no van juntos y yo creo que se echan de menos el uno al otro. El gato Gus tarda un poco más en general. Un verano se lo pasó entero lejos de casa, y regresó en Septiembre. El gato Edu estuvo nervioso maullando todo el verano porque naturalmente no le dejé salir. Esto es porque una vez salieron juntos y aparecieron magullados y heridos, porque me parece a mí que cuando se van de picos pardos con los demás gatos, se meten con los perros. El gato Gus concretamente se había enamorado de una gatita muy de armas tomar, que perseguía perros. Lo que digo es literal. Cuando los perros venían a amenazar los alrededores de nuestra casa, la gatita se encaraba a ellos, y yo no sé lo que les decía, o si tenía algo que ver la serie de manotazos con uñas que les propinaba en el hocico y alguna vez en los testículos, pero los perros salían con el proverbial “rabo entre las piernas”, gritando aing aing y sin ganas de regresar.

Un día la encontré muerta debajo de un baladre rosa. Tenía una herida en el lomo, sin duda infligida por un perro mucho más grande que ella, que se había hartado de sus insolencias. La puse en una caja y la llevé al container, y aquí se terminó el noviazgo del gato Gus con la gata intrépida.

Cuando se me terminaban las ideas a pesar de la presencia de las dos musas, me dirigía a la playa por la madrugada cuando salían los pescadores y les pedía si me podían traer algún pulpo. Si lo conseguían, por la tarde me lo dejaban en un cubo al lado de las cajas donde ponían el pescado que cargaban en las furgonetas para llevarlo a la tienda, y entonces yo lo tomaba en mis manos, vivo todavía, me lo llevaba a casa como si fuera una mascota, y una vez allí le giraba la cabeza. No era lo más fácil del mundo, sobre todo porque los tentáculos se agarraban a los brazos para intentar liberarse. Pero lo tomaba por detrás donde tenía una abertura, y presionando en la parte bulbosa de la cabeza, la hacía pasar toda por el ojal que iba dilatando con los pulgares, hasta que tenía la cabeza del pulpo al revés, blanquecina por dentro. Al poco los tentáculos iban disminuyendo el ritmo de los movimientos, y costaba menos irse arrancarse las ventosas de los brazos.

Como nunca se me hubiera ocurrido comerme el pulpo, lo devolvía al mar por la noche, después de mirar su cabeza vacía por fuera durante unas horas. A veces me gustaba comer regaliz mientras lo miraba, y pensaba. El regaliz tiene una sustancia llamada glicirricina que tiene varios efectos muy interesantes, entre otros da una cierta euforia porque actúa de forma parecida a las cortisonas, y también disminuye el deseo sexual. De manera que es un alimento muy adecuado para estar viendo caer el atardecer mientras un pulpo con el cerebro del revés se contorsiona en sus últimos minutos de vida. Los pulpos tienen todos sus órganos dentro de lo que creemos que es su cabeza, incluido el corazón, el riñón, el intestino y el órgano reproductor. Por eso, probablemente al dar la vuelta al saco, se dañan órganos vitales y se muere lentamente. Hay otras maneras de matar pulpos, pero ésta tiene algo de ritual de sacrificio animal a los dioses, que me complace.

Mis musas nunca han comido pulpo, pero sí otros moluscos como navajas. Les gustan a la plancha, sobre todo si no les pongo sal. A veces tomamos navajas a la plancha los tres, Gus y yo en la mesa, y Edu en el suelo. A medida que se las van terminando van pidiendo más con maullidos impacientes, y les voy dando de las mías. Yo las acompaño con un poco de mosto que me compro en una cooperativa que está en un desvío de la carretera de Garriguella. Bien frío, es de las cosas más ricas para beber en verano. En invierno a veces lo que hago es que mezclo mosto con un poco de destilado, y le añado algo de brandy. Es una bebida de un sabor muy insospechado. Entonces le meto pulpa de granada y lo caliento. Es raro pero reconfortante. Me agrada la sensación de estar bebiendo algo único, sin compartirlo con nadie, por supuesto ni siquiera con mis musas.

Lo que más hacemos mis musas y yo, de todas maneras, es trabajar. Ellos dos se tumban en sus aposentos, tienen varios, diversas plataformas almohadilladas de colores, a diversas alturas, como si fueran casitas en un árbol gatuno. A Edu le gusta mucho meterse en una que tiene un hueco en la parte lateral. A Gus le gusta más meterse debajo de todo el tinglado y percibir así todos mis movimientos y los movimientos de Edu. Yo me siento en mi mesa, abro el portátil y me pongo a trabajar.

Para trabajar hago como el pulpo. Algunos dicen que para entrar en una especie de trance, que nada se interponga entre tú y la creación gramatical, por llamarla de algún modo, es dejar aparte nuestros conocimientos y empezar a regar de ideas el papel poniendo en marcha el cerebro derecho en lugar del izquierdo. Dejándose arrastrar por la serie de imágenes que nos ocupan la mente, prescindiendo de lo sabido.

Yo, en cambio, lo hago como el pulpo. Me vuelvo la bolsa del cerebro del revés. Le doy la vuelta a mi cabeza y expongo todo al aire libre, para que se ventile un poco, y entonces empiezo a ametrallar. No es que me funcione especialmente, pero el estado que consigo es a veces agradable, y además los gatos se quedan cerca, lo cual me hace pensar que les reconforta verme así.

sábado, 6 de febrero de 2010

Los pies ardientes


Sandra es la única niña de su clase y probablemente de su escuela que ha visto morir a alguien. Seguramente también de su colegio. Arturo, un niño mayor del último curso, cuando era pequeño vio morir a su abuelo. Pero es una excepción. Además su abuelo estaba muy enfermo cuando ocurrió.
Me llamo Teresa, y semanas antes intentaba trabajar en mi escritorio, mientras ocho adolescentes escuchaban demasiado alta la música del mp3 de uno de ellos, conectado con los altavoces de mi equipo de música de la sala de estar. No me dejaban concentrar. Las niñas se habían reunido, juntando las cabezas. Algunas de ellas hacían collares con unas pequeñas cuentas de colores que habían sacado de una bolsa. Tenían una pequeña maleta de plástico con varios cajones, como las que se usan para guardar los medicamentos.
Parece la que guardo en la cocina para poner los medicamentos que me tengo que tomar durante el día. Tengo un cajoncito para las pastillas de primera hora de la mañana, uno para las del desayuno, uno para las de la hora de comer, uno para las de la cena, y uno para las de antes de acostarse. Tomo un total de diecinueve pastillas, comprimidos y cápsulas y tabletas a lo largo del día. Si me olvido de algunas o dejo deliberadamente de tomarlas, inmediatamente al día siguiente mis pies empiezan a quemar más y más. Pero ello no significa que el ardor de mis pies se vea aliviado por los medicamentos. Al principio era así, pero luego ya se transformó en algo que no producía ningún efecto más que el de mantenerme más o menos normal para poder llevar mi vida normal, y cuidar de mi hija. Me paso aquello tan predicado. Los medicamentos dejaron de hacerme efecto, pero el dolor era mucho peor cuando reducía las dosis de medicamentos. No me apetece mucho hablar de esto pero es necesario explicarlo para entender mi problema. A veces digo a los médicos que mi dolor se agravó cuando ellos empezaron a añadirme medicamentos. Los medicamentos fueron ahondando en mi capacidad de sentir dolor.
Ahora las niñas se han levantado de la mesa y están buscando patatas fritas o algo para picar, cacahuetes, almendras. Han encontrado la coca-cola. Están preguntándose cosas sobre sus respectivos profesores de inglés. Están criticando duramente los diversos métodos docentes.
Sandra los escucha sin decir nada. Le han pedido que les ayude a ensartar cuentas en los hilos de nailon. Ella no se mueve.
Antes, cuando atravesó el umbral de la puerta de la cocina, sus pasos se detuvieron un instante, miró titubeante, primero a ellos, luego a mí. Los pequeños labios entreabiertos, se quedó allí, como si no supiera qué hacer.
Los niños estaban sentados en el suelo alrededor del fuego. Sandra se acercó a mí. Los miró bajando la cabeza, pero sin perdonar clavar las pupilas en ellos. Seria, sin esbozar sonrisas. Las niñas la miraban, le sonreían. Le preguntaban su nombre.
– Sandra, –dijo, en voz baja–.
Cuando se sentó a mi lado pude mirarla con tranquilidad, su cabecita negra estaba preferentemente dirigida hacia la esquina donde estaba acurrucado Gabriel, el niño ángel. No decía nada, sólo giraba la cabeza hacia un lado u otro, curioseando lo que hacían los niños. Pero sobre todo hacia él.
Gabriel no parecía darse cuenta. Pronto sacó unos naipes y comenzó a hacer trucos de magia. Era el centro. Pidió a las niñas que se ubicaran un poco más atrás. Sandra no entendía la palabra ubicar, y cuando se la expliqué se reía.

miércoles, 29 de julio de 2009

Malcolm y Liora

Los hombres prefieren a las mujeres con curvas, pero se enamoran de las mujeres flacas.

No hay prácticamente ninguna mujer en el momento actual que sea tenida en cuenta como una mujer digna, elegante, graciosa y con clase, si tiene curvas. Las curvas, el culo gordo, las tetas gordas, el vientre prominente, los muslos gruesos, se asocian a feminidad, a sensualidad. Pero las mujeres que llamamos elegantes, bellas, inteligentes, sensibles, dignas, tienen una serenidad que se acompaña de esa ausencia de senos turgentes, ni siquiera elevados, esa inexistencia de nalgas redondeadas. La figura alargada, el talle longilíneo, la cabeza erguida sobre dos piernas largas, la estatura por encima de la media. Todas esas son las características que dotan a una mujer del carisma, de esa belleza serena que hace que digamos de ellas que son seres excepcionales. Pensad en alguna mujer a la que admiremos por su serenidad, por su clase y elegancia, por su saber estar y su prudencia y discreción, por su buen gusto, será con toda probabilidad una mujer delgada, alta o no pero delgada, estilizada, recta y erguida. Fibrosa, activa, ágil y ligera como una pluma, que se desplazará sin hacer ruido, se sentará ocupando poco espacio, recogiendo sus piernas en espiral. Sus ropas redundantes le caerán con belleza y armonía, sin ceñirse al talle ni revelar redondeces orondas.

Esa observación que a primera vista puede parecer superficial, sin embargo tiene una raíz más profunda de lo que se piensa. En nuestro final de siglo XX, seguimos con el prototipo de la Bohème. Las mujeres que enamoran a los hombres, que los hombres consideran como especialmente dignas de su atención, que permanecen en la memoria de los hombres, son las mujeres esbeltas. Las mujeres con caderas anchas, nalgas abundantes y senos excesivos, resultamos enormemente atrayentes y seductoras, pero no misteriosas. Sensuales y deseables, pero no interesantes. Llamativas y provocativas, pero no fascinantes.

Las mujeres gordas robamos a los hombres el cerebro pero no el alma y el corazón.

La visión, el tacto de dos senos elásticos, grandes, producen emoción y excitación, sueños y deseos. La piel se pierde en un bosque de sensaciones, los olores, las temperaturas. Los hombres sueñan con dormir ahí, permanecer ahí durante horas. Agarrar carne para situarse en el mundo. Pero no para permanecer en él.

Los hombres sencillamente no se enamoran de las mujeres gordas. No importa cuán delgadas sean, pero no gordas.

El motivo sin embargo no está en la redondez de las carnes de las mujeres, ni en el aspecto de globosidad flexible y trémula. El verdadero motivo está en la actitud enraizada de las mujeres que poseen ese don de la redondez.

Liora es una mujer especial, como hay pocas. Delgada por arriba, gorda por abajo. Cara muy delgada y hermosa, cuello muy largo, hombros pequeños, senos discretos, cintura pequeña, pero caderas anchas y voluminosos glúteos y muslos. La desproporción no genera una desarmonía sino una belleza distinta, un canon separado de lo estándar. Pero el cerebro de Liora ha sido modificado desde siempre en función de sus formas.

Hasta hace muy poco, menos de un año, había pensado firmemente que la forma del cuerpo no tenía ninguna importancia a la larga en la visión de ella que se formarían las personas, especialmente los hombres. La condición de cuerpo no perfecto, con las generosas formas de su culo y piernas, no tenía por qué influir en sus ambiciones y sus objetivos. Cualquier cosa sería alcanzable, por definición, cómo iba a afectar la forma del cuerpo a algo como el amor y la inteligencia, en que para nada influían.

Pero desde esta tarde Liora comprende con profundidad y como un flujo rápido e interminable de ideas, que no es así. Ahora, cuando se halla hermosa y armoniosa, cuando le gusta mostrar su cuerpo y se siente orgullosa de sus diferencias, ya totalmente adaptadas a la edad, cuando se siente en consonancia con los movimientos de sus muslos y con la visión especular de sus caderas. Ahora cuando le gusta más su propio cuerpo que el cuerpo de las demás. Ahora justamente es cuando lo comprende y lo ve claro: los hombres no se enamoran perdidamente de las mujeres como ella. Los hombres no lo dejan todo y toman decisiones por mujeres como ella. Está lleno de ejemplos en todas partes, y desde esta conversación con Malcolm le ha quedado claro.

Malcolm le ha dicho, “Ya sé lo que puedes hacer por mí, tú puedes curarme”. Ante la mirada interrogante de Liora, Malcolm sonriente siguió diciendo, “Yo no puedo enamorarme de una mujer gorda. Es algo que no me gusta de mí mismo pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Sencillamente no puedo. Puedo enamorarme de una mujer delgada, no importa cuán delgada, esquelética. Pero no de una mujer gorda.”

Al principio Liora se había sentido divertida por esta afirmación de Malcolm, había bromeado con su condición de gorda, que Malcolm había negado, diciendo que ella no era gorda, únicamente no era delgada, pero no era gorda.

Pero la condición de gorda parece ahora como un atributo más adherido al propio ser de lo que pensaba inicialmente. Ella misma se cree gorda, por eso no permite que los hombres se acerquen a su alma. Permite que la abracen, que la rodeen, que la estrechen, que permanezcan horas rendidos a su lado. Pero no llegan a su alma nunca. Porque ella no lo permite. Algo en su cerebro gobierna estos atributos. Algo que hace que disfruten sensualmente de la vida, de la comida, del aire libre, de la libertad, de la bebida. Que no tomen drogas, que les guste dormir, que amen la placidez y la contemplación. Algo que gobierna el depósito suave de grasas en sus caderas y en sus vientres y pechos, en sus mejillas y piernas. Ese mismo cerebro las condiciona para que sepan que son objetos del deseo pero no de amor. Amarán como nadie, pero no serán amadas, nada más que por unos pocos que constituyen excepciones. Su amor siempre será infinito, pasional y unidireccional. No serán amadas por aquellos a quienes amarán.

Un miedo se apoderó de ella. Miedo y vértigo de haber vivido hasta ese momento ignorante por completo de este hecho. Miedo de haberse desplazado por los años de su adolescencia, juventud y ahora plenitud, sin haberse dado cuenta de cómo era vista y sentida por los demás, cómo era percibida por los hombres que ella había amado. Cómo habían estado a veces a punto de enamorarse de ella, pero un freno invisible del que ni ellos ni ella eran conscientes, habían puesto fin a las historias de amor. Cómo una barrera infranqueable la separaba del amor incondicional de los hombres a los que había amado incondicionalmente. Cómo la había separado de Emil. Y eso que la había separado, que la había dejado casi a las puertas de conseguir el amor de Emil para toda su vida, era precisamente algo que estaba en su cerebro.

El cerebro nos prepara para ser gordos, no solamente prepara a nuestro cuerpo sino también prepara a nuestra mente. Los genes que hacen que alguien sea extremadamente flexible e hiperlaxo hasta los extremos del contorsionismo, también hacen que las personas sean nerviosas, ansiosas y angustiadas. Los genes que rigen la forma y el número de vertebras en la columna vertebral, también modifican el carácter y hacen que seamos propensos a sudar en exceso y a agobiarnos y dormir mal. Está claro. No hay duda de que los genes que gobiernan las formas orondas, también otorgan esta personalidad insegura y tendente a basar su atractivo en el placer y en la pasión. Lo que nos hace gordos nos hace apasionados y felices, nos hace emocionantes y sensuales. Pero impide que nos amen, porque se respira la inseguridad detrás de toda esa energía y alegría. No somos apuestas seguras para toda la vida, somos demasiado vulnerables y cambiantes, apasionadas y temperamentales. Tranquilas y armadas de una dosis extra de medicina contra el rechazo. Nos hace capaces de aceptar las críticas con sonrisas, nos da una seguridad en nosotras mismas que es tan frágil como bien elaborada.

Tan frágil que puede venirse abajo sólo con un sonriente Malcolm, tan directo y contundente, “Nunca podré enamorarme de una gorda”.

La condición de gorda no es relativa sino absoluta. No es una característica continua sino discreta, no cuantitativa sino cualitativa. Es sí o no. Es gorda o no es gorda. Si es gorda, entonces Malcolm no podrá enamorarse de ella. Lo intentará hasta el último momento, convencido de la hermosura del alma, de la belleza del ambiente alrededor de ella, pero en el ultimo momento, justo cuando estaba a punto de lograrlo, algo saltará y evitará que Malcolm se enamore de la gorda.

No tendrá algo que ver, en definitiva, no es lo mismo, no es equivalente? Las mujeres de la vida de Malcolm son delgadas. Las mujeres que pasan por la vida de Malcolm dejando una pequeña memoria de amistad y brillo y efervescencia, pero no huella profunda, estas mujeres que no le han enamorado. Son mujeres que o bien se han sentido defraudadas demasiado temprano por sus ansias de independencia, por su actividad febril imparable.

O bien son gordas, de las que Malcolm no se ha podido enamorar por más esfuerzos que ha hecho para intentarlo.

domingo, 21 de junio de 2009

La casa, nuestra casa

Querido Stephen,

Te echamos de menos desde que te fuiste en tu furgoneta ruinosa.
No olvidaremos tus historias sobre la lluvia de sangre de pollo ni sobre el carpintero que enseñó a la niña a tocar la guitarra.
Hoy Elena nos ha invitado a todos a pizza. Ha llamado a aquellos muchachos tan simpáticos de pizza domino, y nos han traído una enorme variedad de pizzas, cervezas, coca-colas. Por la mañana ha salido a pasear con las muletas por el monte, parecía muy seco pero pronto se ha vuelto totalmente lleno de colores, formas y mariposas y flores lo poblaban. El paseo ha sido entre dos elevaciones de vegetación fragante y olorosa, a ambos lados del camino. No había accidentes en el terreno que pudieran desequilibrar sus zapatos ortopédicos ni sus muletas. Las muletas de Elena son de diseño alemán, con cierta flexibilidad y amortiguación, y con la punta del mismo material que las picas de los violonchelistas profesionales. No dañan el terreno pero se clavan en él como un aguijón, al ser más duras que cualquier otro material.
Elena se ha puesto una diadema para el dolor de cabeza, porque hoy le apretaba un poco. Ha tomado una infusión de liquen en el jardín, y de inmediato se ha sentido con fuerzas para formar parte del mundo.
Gustavo miraba desde su ventana con el telescopio. Con él alcanza a ver toda la falda oeste del monte donde se encuentra la casa, nuestra casa, la casa donde espero que vuelvas muy pronto, Stephen, espero que para quedarte.
Nunca olvidaré la belleza de la curva de tu espalda cuando hablabas con nosotros en el patio, o de noche cerca del fuego digital. Es curioso, nunca me canso de decirlo, me sorprende cómo es posible que en un momento de nuestras vidas nos pudiera gustar ser jóvenes y todo lo que tenía que ver con la juventud. Los jóvenes no pueden comprender nada. Y menos sin tener acceso al jardín de liquen, el único que guarda esta preciada forma de vida que nos mantiene despiertos, felices, guapos y vitales. Mis amigos dicen que no me comprenden, que para qué continuo insistiendo en la juventud, si es una pérdida de tiempo, algo que hay que pasar lo más rápido posible, porque está llena de obligaciones, preocupaciones, trabajos y miedos. La juventud es totalmente dependiente del cuerpo físico, y los jóvenes están totalmente obsesionados por mantenerlo bello, o lo que ellos consideran bello.
No saben distinguir la belleza de un tronco de un árbol encorvado, lleno de nudos que se retuercen en busca del sol, con los ramajes abatidos y deformados por el viento y las lluvias. Con la cara norte llena de liquen. No saben apreciar la belleza de lo que tarda siglos en formarse.
Sin ir más lejos, mi biznieta, que tan sólo tiene ochenta y seis años, sigue obsesionada por su aspecto físico, a pesar de que ya tiene edad para empezar a entrar en el mundo de lo realmente viejo y perdurable, en el mundo de lo eterno. Los jóvenes, ya se sabe cómo son.
Eduardo está sentado bajo un árbol, leyendo. Es la imagen de la placidez. Pero lleva tres semanas con el mismo libro. Lo escribió él mismo, cuando era joven, el libro vio la luz cuando Eduardo contaba con setenta y cinco años, fue un escritor precoz. Ahora no se acuerda de la juventud, como la mayoría de los que viven en la casa, nuestra casa. Y no se acuerda de que el libro lo ha escrito él.
Me preguntarán cómo es posible que no se dé cuenta, si su nombre debe estar en la portada del libro, en su lomo y en todos los encabezamientos. Muy sencillo, aquí nadie conserva su propio nombre, y la gran mayoría lo han olvidado. De hecho, las personas que viven en la casa, nuestra casa, apenas recuerdan nada de su propia vida. Pero las cosas sumamente agradables como un paseo en carruaje, o a caballo, o escribir con una máquina, o leer un libro de los de papel, con hojas a las que dar la vuelta, y con las páginas imitando la imprenta, son un lujo que Stephen cree que es necesario que tengamos. Sólo ha recuperado para nosotros las cosas sumamente agradables de la vida de los jóvenes. Cosas del pasado, de hace ya años. En realidad no sé cuánto tiempo ha transcurrido, porque el asunto del liquen es algo que se fue introduciendo poco a poco en nuestras vidas, y fue borrando nuestra noción, nuestra capacidad de percibir el tiempo. Desde que probamos los líquenes, el tiempo se convirtió en algo de tan poca importancia como lo puede ser la temperatura o la velocidad del viento. El tiempo dejó de preocuparnos cuando supimos que no influiría para nada en nuestra vejez.
Proyectamos esta casa, nuestra casa, cuando éramos, er, jóvenes. Sí, ya sé que es un poco contradictorio, pero la verdad es que unos cuantos de nosotros nos reunimos un día festivo para comer juntos. Éramos unos quince o veinte. Estábamos acompañados de nuestros hijos y de nuestras parejas. Yo todavía lo recuerdo porque nunca he querido tomar las dosis correctas del liquen, pero me voy olvidando de muchas cosas. Es posible, pues, que lo que estoy explicando no se ajuste por completo a la verdad de como se dieron los sucesos. Pero, a quién le importa, por otra parte?
Estábamos en una terraza natural hecha en el Cap de Creus con piedras, de las que se empleaban antes, mucho antes, para plantar

martes, 12 de mayo de 2009

La sonrisa de Esteban (Una historia real)

Elena no supo nunca que estaba enamorada de Esteban. Pero lo estuvo, desde que ambos eran niños. De hecho no estaba enamorada de él, sino de su sonrisa. Y como suele ocurrir en estos casos, la sonrisa no era algo que se diera con mucha frecuencia en el rostro de Esteban. Era el típico niño serio, solitario, pensativo y misterioso.

Elena sin embargo había descubierto una manera de hacer que Esteban sonriera, incluso riera, y así poder contemplarlo a placer. El único problema era que sólo era capaz de hacerlo cuando venían los feriantes del pueblo y montaban un tinglado con las atracciones y los típicos autos de choque, movidos a toda velocidad por la energía eléctrica que les viene desde la banderilla que toca el techo.

Elena convencía a todo el grupo para ir a pasar la tarde a la feria. Luego pagaba todo el dinero que le habían dado sus padres en fichas para los autos de choque. Esteban nunca subía a ninguna atracción, sólo miraba. Entonces Elena se montaba en uno de los autos de choque y comenzaba el espectáculo. Conducía de manera irresponsable, girando sin evitar los choques de los demás vehículos. A cada momento se giraba para espiar la actitud de sus amigos, que se reían de ella a carcajadas por las payasadas que hacía. Entonces, después de tres o cuatro impactos por sorpresa en los que a menudo la despeinaban o le cambiaban la dirección del cochecito, aparecía la sonrisa en los labios de Esteban. A veces incluso la risa. Y Elena era feliz.

Elena aprendió mucho de esos coches de feria. Aprendió que si se conduce apretando el acelerador a fondo sin parar se rebota con todos los objetos que te encuentras a tu paso, y si gritas o sueltas el volante, giras, provocando una gran sonrisa en la cara de Esteban. Aprendió que si das la vuelta en secreto a la rueda del volante hasta que ya no se puede más, el coche parece ir marcha atrás, transformándose en el único vehículo que avanza al revés, con el consiguiente caos y desconcierto que esto ocasiona en el grupo que corre por la pista. Este truco a veces había hecho reír sonoramente a Esteban, y lo reservaba sobre todo para cuando ya no le quedaba más que una ficha.

Nunca compartía el coche con nadie. Quería las risas de Esteban para ella sola.

Elena recuerda cuando, siendo una jovencita, detenía su seiscientos al pasar al lado de sus amigos en el pueblo donde pasaban el verano. Si veía a Esteban, fingía un descontrol total de los mandos del vehículo y calaba el motor, lo cual desataba de inmediato la hilaridad de todos sus amigos, y, cómo no, la sonrisa de Esteban.

Ahora Elena tiene cuarenta y tres años. Han pasado muchísimos años desde aquellas sonrisas. Hoy ha conducido el Volkswagen Touran nuevo, que su marido le ha dejado coger para ir a visitar a su amiga que vive en una casa en las afueras. Para llegar a esta casa hay que ascender por un camino que al final tiene una gran curva que se dobla sobre sí misma para situar el camino en un nivel superior. Es lo que se llama una curva de corbata. Charla con su amiga, toman un té, toman una copita de garnatge con taps dolços. Pasan cuatro horas deliciosas hablando del pasado, de sus familias, de sus hijos, ya adolescentes.

Al despedirse, Elena sube al Touran. Excitada y feliz por la jornada, por los planes que han hecho, pone en marcha el motor. Hoy juega el Barça y su marido ha quedado con unos amigos en casa para ver el partido. Ella llegará un poco tarde pero compartirá el evento con ellos tomando pà amb tomàquet. Su amiga le dice adiós con la mano. Elena toma la curva de corbata, pero se le olvida que le han dicho mil veces que la debe tomar abierta. Se oye un ruido de metales rajados en canal y el Touran se para y empieza a tambalearse. Su amiga corre hacia ella. Elena se las ha apañado para que su coche se quede en equilibrio con la rueda delantera de la derecha y la rueda trasera de la izquierda a un metro del suelo, y las otras dos clavadas en el polvo. Una roca volcánica que sobresalía del ángulo del camino, le sirve de pivote en los bajos del vehículo. A la izquierda del camino en el cual el coche se tambalea, está el mar, a cuatro metros de caída por un precipicio rocoso. Su amiga corre espantada hacia ella, y le abre la puerta. Pero al intentar salir se da cuenta que el desequilibrio que se crearía haría que el coche cayera al mar en un par de vueltas de campana. Elena no puede salir del coche. Llama por el móvil a su marido, que ha empezado ya a ver el partido con sus amigos, a treinta kilómetros de allí, y no contesta. No recuerda la compañía de seguros. No recuerda si tiene servicio de asistencia en carretera, y los del RACC vendrían, pero sólo si el conductor fuera él.

Su amiga piensa rápido: necesitamos un tío. Pero no un hombre cualquiera, un tío. Un tío que sea capaz de mover este coche sin cargárselo. Y pronto, porque esta oscureciendo. Los niños tienen que cenar.

Se les ocurre llamar a la policía municipal. Enseguida mandan a un chico joven en una moto, de poco más de dieciocho años les parece. Al ver el problema en que se han metido, el poli, que al principio estaba serio y con cara de estar de servicio, abandona la rigidez y sonríe. Sonríe a las señoras con una risa seductora y de hombre verdadero, aguerrido, triunfante.

Baja, le dice a Elena, que no se atreve y al final tiene que tirar de ella para convencerla. El hombre se pone al volante, y en un par de vueltas de rueda y de acelerones con la única rueda que tenía tracción, se escucha un rasgado suave de plástico, y el Touran se desliza hacia delante. Elena y su amiga se tapan los ojos. El poli deja el coche amorrado al precipicio. Entonces haciendo gala de gran agilidad le da la vuelta en una serie de pequeñas maniobras con golpes de muñeca y avances en zig-zag diminutos. Finalmente el coche queda encarado al camino de vuelta y sin ningún rasguño visible.

Elena está tan contenta que quiere abrazar al policía. Los niños de su amiga, que lo han estado mirando todo desde diez metros, aplauden. El chico sonríe un poco tímido, pero orgulloso. Se ríe con esos dientes blancos, con esos hoyuelos en la barbilla tan entrañables. Se despide y se va por donde ha venido con su moto.

- No sabes quién era? – le dice su amiga, más al día de las cosas del pueblo. – Es el hijo mayor de Esteban, el que iba a clase con nosotras.

domingo, 19 de abril de 2009

Las luces mágicas

Hoy quiero hablar unos cuadros que vi, y que no puedo mostrar por cuestiones de copyright. Son de una pintora.

Los cuadros tienen el color dentro de ellos, no lo proyectan hacia fuera, lo tienen en sus mundos infranqueables a los que quisiéramos llegar pero no podríamos de ningún modo. Me pillé a mí misma recordando lugares que había visto, y deseando que ella los pintara para mí. Deseaba ver el mundo con sus ojos, con los ojos que sacaban rojo fuego a los ríos, plata a los troncos de los árboles. Quién pudiera ser un paisaje y estar en su memoria para poder ser simplificado.

Quisiera vivir en uno de estos paisajes. No son simplemente naïve, son algo más que eso. Tampoco son osados.

De todos me llamó la atención uno. La catedral de Ripoll, que aparecía mucho más multicolor que el desnudo que tenía cuatro cuadros más allá. Era uno de los cuadros más pequeños, sólo un pastel, como un apunte. Pero era extraordinario, tal vez sin pretenderlo. A lo mejor era el resultado de un dibujo de reunión en que la pintora hubiera estado jugueteando con los lápices de colores, rellenando sin ton ni son un dibujo a lápiz de una catedral de Ripoll representada con todo lujo de detalles, pero con la vigorosidad y la curvatura de un objeto vivo, ahora coloratura. La catedral de Ripoll vista por Gaudí?

Me entraron ganas de ir allí, de poder aparecer en el preciso instante en que la pintora había descubierto aquellas luces gamberras que habían provocado ese infotografiable efecto lumínico.

Tengo un amigo que se dedica a la fotografía de manera no profesional. Dice que los paisajes debes trabajarlos tú, encontrar lo que hay en ellos para obtener resultados estudiadamente evocadores y bellos.

Me cuenta mi amigo que existe un momento al atardecer, y a veces también de madrugada, un breve instante en que lo que estás viendo sí es posible fotografiar y dejar plasmado en papel fotográfico o en soporte digital. Ese momento no precisa de filtros ni de retoques de luz y color, y se llama el momento de las luces mágicas. Saber esperarlo y reconocerlo es cuestión de montones de experiencia y de paciencia. No estoy hablando de algo mágico o paranormal, sino de algo conocido y habitual en el mundo de la óptica y la fotografía.

Parece como si esta pintora hubiera vivido permanentemente en busca de las luces mágicas. Un poco como Van Gogh.

Estos cuadros curan cosas. Se ha descubierto que si se padecen ciertas afecciones, se pueden curar con estos cuadros. Basta con pasar unas horas al día rodeada de multitud de ellos. Algunas enfermedades pueden curarse mirando campos de jockey sobre hierba vacíos. La ansiedad y la angustia, por ejemplo. Cuando alguien se encuentra en situación de enorme desasosiego, entonces lo conduzco al campo de jockey sobre hierba. Si en alguna ocasión os habéis enfrentado visualmente a un campo similar, sabréis que la hierba limpia, densa, tiene en estos lugares un tono verdoso muy artificial. La hierba que se emplea para ellos quiere tener un toque azulado, y parece como un engaño, como si se llevaran gafas con un filtro de color.

En los peores momentos de mi vida me he enfrentado al campo de jockey de mi ciudad, para tratar de sosegarme y siempre lo he logrado. También tienen un gran sosiego sobre mí las montañas de diversas tonalidades de lila que aparecen en el Empordà por los atardeceres, formando una bella pared de los Aiguamolls. Pero muchas veces he pensado que tal vez el sosiego lo confieran por la inmensa belleza de los colores y la pureza de las formas, tamizadas por la luz del sol que se está marchando. Las luces mágicas quisiera yo ver en estos momentos, para poder captar, para poder inmortalizar estos colores. Pero los colores no son sino efectos abstractos en nuestra retina, gracias a la proporción de células que cada uno tenemos dispuestas como una capa, muy parecido a las cámaras digitales.

Otra de las veces en que me he encontrado con colores terapéuticos es cuando he visto los cuadros de esta pintora. Dónde está la explicación? He visto cientos de obras de arte de la pintura en decenas de museos a lo largo y ancho del mundo. Y estos son los cuadros que me proporcionan alivio de mis penas.

Nada bueno iba a suceder hoy hasta que he visto estos cuadros. Buscaba sosiego por doquier cuando de pronto he encontrado estos cuadros.

El efecto de estos cuadros, va más allá del simple placer de la contemplación. Hay una parte que realmente entra por unas vías por las que no entra el lenguaje, ni el gozo estético intelectual amante de la simetría y la proporción. Entra por el sistema nervioso autónomo, es como un destello de colores que mejora las capacidades para tolerar situaciones adversas. No sé en qué consiste pero posiblemente deba estudiarse.

Esta artista ha desarrollado un método para frenar el circuito en algunos nudos neuronales donde existen pequeñas soluciones de continuidad y donde puede perderse información. En estos puntos débiles, en estos núcleos, se puede incidir con destellos de algo significativo, pero es preciso reunir una gran cantidad, una gran densidad de estos estímulos, que pueden ser auditivos, olfativos, táctiles, y en este caso son visuales. Las luces mágicas.

sábado, 11 de abril de 2009

Cormoranes y otras pesadillas


Muy a menudo sufro una gran oposición entre mis dos cerebros, lucha a la que ya me estoy acostumbrando últimamente. Uno de ellos es el que escribe, expone. El otro es el que tiene la ideas. Mal asunto. Esta configuración del ordenador (por qué les llamarán así, por cierto?) que tengo dentro de mi cráneo, justo por encima de los ojos, es la que me impide seguramente conseguir buenos resultados. Ni siquiera consigo impactarme a mí misma.
Pero he de confesar algunos de los temas e imágenes recurrentes y preferidos de mi cerebro derecho, el inventivo, tiene que ver mucho con los siguientes hechos: carneros que se resbalan por una grieta en un desfiladero y que se quedan encallados en medio, sin caer hasta el fondo ni poder extraerlos. Cormoranes muertos que aparecen secos encima de la mesa de desayuno, con un extraño diente en forma de gancho en el interior del pico inferior. Niños que se quedan encerrados en salas de equipaje de los grandes aeropuertos durante horas. Adolescentes que se pierden en la montaña y vagan por distintas casas con luz sin que nadie les acepte y les permita pasar la noche bajo techo. Niños que empujan a otros en cuevas secretas para que se caigan al mar enfurecido lleno de olas. Viejas de los pueblos que son torturadas y mueren entre llamas porque todo el mundo considera que son las que han desencadenado una serie de desgracias. Niñeras a las que se les cae un bebé por un precipicio, y tratan de tapar el suceso con excusas, quedando la memoria del bebé como algo borroso y legendario.
Uf.
No os podéis imaginar lo difícil que es anotar todo esto con el freno del cerebro izquierdo, que es el que escribe, intentando que no lo haga. De hecho he parado porque no puedo más.
Seguramente la mayoría de grandes escritores de fantasía lo hacen porque han adquirido la habilidad de detener físicamente la preponderancia de su cerebro izquierdo, del mismo modo que hay quien aprende a hacer la vertical-puente.
Y ahora lo peor: todas las imágenes que he mencionado (y muchas otras) proceden de hechos reales. Ya se sabe eso de que la realidad...