viernes, 6 de marzo de 2009

La mujer gnomo

Nameit, creo...
Mira por dónde, hoy tenemos un nuevo personaje. Es una mujer mayor, de más de sesenta años, gruesa, con el pelo gris producto de una mezcla de marrón y gris, nada que ver con el plateado de muchos ancianos venerables. Lleva una diadema y una trenza. Sonríe, y habla cerrando la boca después de cada frase, emitiendo sonidos cuando dice cosas “mmm”, como si se pensara cuáles son las palabras más adecuadas. Si tuviera que darle un parecido con algún personaje de ficción diría que se parece a las mujeres gnomo de un libro de gnomos que me regalaron cuando era niña.
Era un libro bastante voluminoso, y estaba escrito en clave de manual, como si fuera una reproducción de un cuaderno de campo hecho con fines científicos. Era sobre los gnomos. Estaba escrito en italiano, y el tener que leerlo en otro idioma, en mi caso, a mi edad, todavía no había llegado a la adolescencia, hacía que me pareciera como en otra dimensión distinta, que podría tener algunos vestigios de verdad. Hacia el final del libro describía con detalle los enclaves geográficos en Europa donde se habían hallado gnomos, y las especies que se podían encontrar en cada sitio.
Ese libro era para mí un secreto, estaba en italiano, y ninguno de mis amigos tenía acceso a él. Luego dieron por televisión la serie de los gnomos, y aunque a muchos les gustó, para mí fue una cosa de lo más vulgar. Nunca me ha gustado que lo que a mí me gusta sea de dominio público.
Luego, años más tarde, lo vi publicado en castellano. Pero era mayor, y el tiempo en que había llegado a creer un poco en que algunas cosas de ese libro eran verdad, había pasado. De hecho esto demuestra que si se explican las cosas con suficiente detalle, se gana realismo, en este caso en la ficción.

– Después de hoy ya no me busques más, porque no me vas a encontrar. Eso es lo que me dijo el chico. Pasó varios días en mi casa del bosque, y un día me dijo esto. Y es verdad, porque al cabo de un mes fui, y ya no lo encontré.
Tenía heridas pequeñas en la mano derecha, en el dorso y en la palma. Se las hacía ella misma con unas tijeras de uñas bastante oxidadas. Cuando le pregunté por qué lo hacía me respondió:
–Tenía los dedos de la mano todos doblados hacia adentro, y nadie me quería operar, así que poco a poco me fui cortando yo misma. Y ahora voy cortando trocitos para que no se me quede todo agarrotado. –se miraba la mano, dando vueltas a la palma y al dorso, como si estuviera orgullosa de su hazaña, consistente en una mano cubierta por una coraza áspera de dermatitis como si fuera un liquen sanguinolento–. La gente del pueblo lo miraban mal y a lo mejor se tuvo que ir, porque le decían cosas, porque él se portaba bien conmigo.
Lo dijo con tranquilidad, sin sonreír ni adoptar ninguna expresión de contrariedad. Como si lo normal y lo comprensible fuera portarse mal con aquella anciana regordeta con las mejillas chapeadas posiblemente de tinto barato.
Cuando las personas que vivimos en lugares habitados, urbanizados, de pronto nos encontramos en entornos que no nos son familiares, y donde la naturaleza es la soberana, estamos expuestos a los designios de las leyes de otros mundos. Ya no rigen las leyes de las ciudades y de los pueblos. Rigen las leyes de la tierra y del mar.
Cuando nos movíamos por aquel territorio desconocido de las rocas que rodeaban a la península donde se encontraba nuestra casa, lo hacíamos fascinados por la fuerza, por el protagonismo que adquirían esos territorios oníricos, esa naturaleza que reinaba sobre nuestras voluntades.

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