domingo, 21 de agosto de 2011

Tardes pescando con las manos

Hace muchos años en un lejano lugar había unos niños que pescaban camarones y arrancaban lapas de las rocas de un pequeño pueblo de pescadores.
Tengo esta imagen en mi memoria. Agachados, con el sol golpeando sus lomos sin percatarse de ello, sin que acusarlo en absoluto, pasando las horas hasta llegar aquella hora en que la luz de la tarde hace que todo sea un poco tostado, en que las cosas cambian de color durante unos instantes, y las sombras están todavía calientes.
Aquellas horas en que la gente se marcha a sus casas a recogerse para cacharrear en la cocina y desalarse la piel en los patios con el chorro de las mangueras que han estado todo el día al sol y expulsan agua tibia.
Aquellas horas en que las teteras humean y hacen ruido en los fogones, presagiando con el aroma de las bolsas de te la templanza del espíritu y del pecho, reconfortando el frescor y la humedad de la tarde con el brebaje cálido y aromático.
Aquellas horas en que todo el mundo vuelve a sus casas, todo el mundo menos esos niños, que continúan sin darse cuenta de las horas transcurridas, sin escuchar el silencio que se ha hecho a su alrededor. Sólo saben que es tarde cuando sus ojos no pueden adivinar ya el movimiento sutil de las quisquillas transparentes en los charcos de agua salada y tienen más dificultades para cazarlas con su salabret o con el cuenco formado con las palmas de ambas manos.
Entonces el sol se oculta tras la montaña, pero sigue persistiendo un calor reflejado en las nubes más lejanas, que rebota sobre la piel como una pluma tibia.
La humedad de sus trajes de baño ha desaparecido por completo y ahora suben por el desfiladero, donde el padre de uno de ellos, ayudado por el jardinero, ha tallado unos escalones secretos repicando la pendiente de roca.
Lo ha hecho para eliminar el fantasma del pasado reciente. Algo que ahora él está demasiado deshecho para recordar, y algo que los niños desconocen por completo.