domingo, 12 de diciembre de 2010

La comma pitagorica


Lo que sigue está escrito con buen humor y no pretende sino entretener.

Hoy creo haber comprendido por qué estamos tan desasosegados, desorientados y solos en este mundo.

La música con armonía pitagórica ha chocado hoy durante el ensayo de nuestra orquesta de cellos con la armonía clásica.
El por qué puede encontrarse en muchos tratados, pero como sabrán, la escala llamada “diatónica” que utilizamos todos para hacer música desde hace muchos siglos (do-re-mi-etc) no está basada en tonos y semitonos exactos según lo que determinó Pitágoras.
Es decir, si tuviéramos que medirlo con las vibraciones que se producen en una cuerda tensa de una medida determinada, no obtendríamos la misma afinación, sino una afinación ligeramente distinta. Esta distancia distinta se la llamado la comma pitagorica, y es de “un poquito más que uno”. Es decir, es de 1,05 no sé cuántos decimales más. Como todos los números irracionales, tiene más cola que el traje de novia de la pantera rosa.
Si algún matemático lee esto, que me perdone por las inexactitudes y que las corrija si lo desea.

Pitágoras, o los que frecuentaban su escuela, hablaban, entre otras cosas, de la música de las esferas, cuya existencia todavía se debate, y que algunos pretenden correlacionar con la velocidad de movimiento de los planetas. En todo caso, la perfección matemática de la música se perdió allá por la edad media.
La pérdida fue precisamente, creo yo, vaya, cuando intentaron unir las voces con los demás instrumentos, especialmente el órgano y los instrumentos de cuerda que tenían entonces.
Esa disonancia mínima, causada por la inexactitud de los intérvalos reales al querer meterlos con calzador en la octava (distancia que hay desde un do hasta el do más agudo, por ejemplo), molestaba a los oídos más estrictos.
De manera que decidieron hacerla coincidir a la fuerza, y crearon la afinación temperada. Consistió más o menos en dividir la distancia entre dos notas cuya frecuencia fuera una el doble de la otra (que suena como una octava perfecta) en doce trocitos todos iguales, los “semitonos”. Así pues, los virginales, clavicordios y demás instrumentos de teclados, se afinaron de acuerdo con esta nueva norma. Una de las más bellas consecuencias, por cierto, fue la obra de Bach “El clave bien temperado”, en la que el compositor creó un preludio y una fuga para cada una de las 12 posibles tonalidades resultantes de este artificio armónico, y otras doce para dichas tonalidades en modo menor.

Otra de las consecuencias es una opción que les queda a los cuerdistas de instrumentos sin trastes (por ejemplo, el violín y el cello). Ellos pueden tocar en determinados momentos de manera “no temperada”, acercando un sostenido a la nota siguiente, o bemolizando un bemol, para crear más emoción.
Se han hecho incluso chistes que hacen referencia a este fenómeno: “Saben qué es un afinador de pianos? Un tipo que viene a tu casa y te desafina el piano”.
En el ensayo de esta mañana, el director nos ha pedido que tocáramos un acorde final de una obra de Wagner arreglada para orquesta de cellos. Lo quería con armónicos. Todos nos hemos puesto a buscar el mejor aflautado de la nota que nos tocaba en el acorde. Cosa fácil. Unos cuantos posaban suavemente la yema del dedo sobre la cuerda en el lugar determinado, fracción exacta de la longitud de dicha cuerda. Otros en cambio teníamos que hacer un armónico artificial, acortando la cuerda con la presión del pulgar, y colocando la yema del tercer dedo un poco más allá.
Pues no. Sonaba mal.
No es raro que sonemos mal. Somos amateur y no tenemos mucho tiempo para estudiar. Los acordes y notas desafinadas es lo menos que se puede esperar de nosotros.
Pero, los armónicos? Los armónicos en teoría son perfectos, independientes de la posición de los dedos y de la destreza de los intérpretes. Están ahí, sólo hay que sacarlos.
Entonces el director ha pedido que los hiciéramos todos artificiales o bien todos no temperados. Otra posibilidad era vibrarlos, para que al menos una parte del sonido estuviera dentro del acorde.
Y yo me he marchado luego preocupada por la humanidad, al menos la del mundo occidental que conozco.
Pues nada menos que llevamos ocho siglos sometidos a música artificialmente cuadrada dentro de una octava. Hermosa música, eso sí, pero no se corresponde con la música del universo. No se refleja en la matemática de la naturaleza.
Así no vamos bien.
Muchas personas amamos la música. Incluso con delirio y pasión. Pero no es infrecuente que sintamos cierta inquietud y desasosiego cuando la escuchamos. Si se dan cuenta, es prácticamente imposible encontrar una música, de la modalidad que sea, que pueda satisfacernos por completo. Siempre nos queda como un vacío, como una necesidad de más, una intranquilidad.
Por eso siempre habrá compositores: ningún músico está plenamente conforme con la música que hay, tienen la sensación de que lo mejor, lo perfecto, está todavía por componer.
Y, créanme, no lo está. La música que nos dejaron Bach, Beethoven, Mozart (sí, lo sé, son los típicos, pero lo son por algo) es prácticamente insuperable. Pero, y la infelicidad y angustia de muchos de estos músicos? No se debería al hecho de que estaban arrastrando esa comma pitagorica que les impedía establecer contacto con la armonía cósmica y divina?
Y nosotros? La música está en todas partes, en los centros comerciales, en la radio, en la televisión, en el cine, en los bares, en las salas de conciertos, en Internet, por no hablar claro está del iPod y de esas criaturas llamadas CD que antes comprábamos.
Entonces, las 24 horas del día estamos sometidos a esta música que nos gusta y nos atrae, pero nos enferma y nos mata poco a poco con su disonancia leve, nos impide concentrarnos y meditar, reflexionar sobre Dios y la vida y el mundo. Porque Dios y el mundo están sintonizando otra onda distinta, sólo un poco, pero algo así como 1,05 etcétera, que es sólo una coma, pero el resultado es como sintonizar una emisora de radio o escuchar el zumbido de fondo como cuando se nos rompe la antena.
Cuándo volveremos a consumir música exacta, armónica y pitagórica? Existe en oriente?
Invito a todos los musicólogos y músicos que lean esto a que me corrijan todas las patinadas, igual que han hecho los matemáticos previamente.
Gracias a nuestro director por incitarme, sin saberlo, a escribir este post.
Gracias a la Condesa Goldberg 25 por estar rebotándome frecuencias divinas en la ionosfera.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Mis musas


Tengo dos musas y tengo que darles de comer. Les doy generalmente una latita de atún a cada una de ellas, mezclado con un poco de mayonesa o con miga de pan, según el día. Tengo que dárselo en platos separados, y además uno de ellos come en el suelo y el otro en la mesa. No importa cuál coma en el suelo, se van alternando. Pero no se pueden ver mientras comen. No tienen celos el uno del otro, pero no conviene que estén demasiado tiempo juntos porque si no se distraen y dejan de alimentarse, y entonces adelgazan, se vigorizan excesivamente y comienzan a programar fugas por la ventana o por el hueco ventilador de la cocina.

Llevan un collar cada una de ellas, el gato Gus de color naranja con pequeños apliques metálicos. Es un collar muy ligero, que apenas le molesta. Al principio le puse uno que era elástico, se ponía sin abrir los extremos, pero pasó todo el día con la cabeza en una posición forzada, intentando quitárselo con movimientos inútiles muy penosos. El gato Edu lleva un pequeño pañuelo robado a una de las muñecas de mi hija, concretamente a una Nancy boy scout. Lo lavo todas las semanas y se lo pongo de nuevo. Es un pañuelo azul y blanco.

Algunos conocidos que entran en casa y los ven me dicen que los gatos no deben llevar collar, que son los perros. Los gatos son animales muy independientes y no les agrada llevar collares ni distintivos ni ropa para mascotas. Pero estos son diferentes, han venido a hacer una labor muy concreta, ser mis musas. Me guardan la inspiración, por lo que deben quedarse en casa siempre, no pueden salir.

A veces los dejo salir, sin embargo. Por separado, para hacer sus necesidades, y también para perseguir a alguna gata en celo. Siempre vuelven porque no van juntos y yo creo que se echan de menos el uno al otro. El gato Gus tarda un poco más en general. Un verano se lo pasó entero lejos de casa, y regresó en Septiembre. El gato Edu estuvo nervioso maullando todo el verano porque naturalmente no le dejé salir. Esto es porque una vez salieron juntos y aparecieron magullados y heridos, porque me parece a mí que cuando se van de picos pardos con los demás gatos, se meten con los perros. El gato Gus concretamente se había enamorado de una gatita muy de armas tomar, que perseguía perros. Lo que digo es literal. Cuando los perros venían a amenazar los alrededores de nuestra casa, la gatita se encaraba a ellos, y yo no sé lo que les decía, o si tenía algo que ver la serie de manotazos con uñas que les propinaba en el hocico y alguna vez en los testículos, pero los perros salían con el proverbial “rabo entre las piernas”, gritando aing aing y sin ganas de regresar.

Un día la encontré muerta debajo de un baladre rosa. Tenía una herida en el lomo, sin duda infligida por un perro mucho más grande que ella, que se había hartado de sus insolencias. La puse en una caja y la llevé al container, y aquí se terminó el noviazgo del gato Gus con la gata intrépida.

Cuando se me terminaban las ideas a pesar de la presencia de las dos musas, me dirigía a la playa por la madrugada cuando salían los pescadores y les pedía si me podían traer algún pulpo. Si lo conseguían, por la tarde me lo dejaban en un cubo al lado de las cajas donde ponían el pescado que cargaban en las furgonetas para llevarlo a la tienda, y entonces yo lo tomaba en mis manos, vivo todavía, me lo llevaba a casa como si fuera una mascota, y una vez allí le giraba la cabeza. No era lo más fácil del mundo, sobre todo porque los tentáculos se agarraban a los brazos para intentar liberarse. Pero lo tomaba por detrás donde tenía una abertura, y presionando en la parte bulbosa de la cabeza, la hacía pasar toda por el ojal que iba dilatando con los pulgares, hasta que tenía la cabeza del pulpo al revés, blanquecina por dentro. Al poco los tentáculos iban disminuyendo el ritmo de los movimientos, y costaba menos irse arrancarse las ventosas de los brazos.

Como nunca se me hubiera ocurrido comerme el pulpo, lo devolvía al mar por la noche, después de mirar su cabeza vacía por fuera durante unas horas. A veces me gustaba comer regaliz mientras lo miraba, y pensaba. El regaliz tiene una sustancia llamada glicirricina que tiene varios efectos muy interesantes, entre otros da una cierta euforia porque actúa de forma parecida a las cortisonas, y también disminuye el deseo sexual. De manera que es un alimento muy adecuado para estar viendo caer el atardecer mientras un pulpo con el cerebro del revés se contorsiona en sus últimos minutos de vida. Los pulpos tienen todos sus órganos dentro de lo que creemos que es su cabeza, incluido el corazón, el riñón, el intestino y el órgano reproductor. Por eso, probablemente al dar la vuelta al saco, se dañan órganos vitales y se muere lentamente. Hay otras maneras de matar pulpos, pero ésta tiene algo de ritual de sacrificio animal a los dioses, que me complace.

Mis musas nunca han comido pulpo, pero sí otros moluscos como navajas. Les gustan a la plancha, sobre todo si no les pongo sal. A veces tomamos navajas a la plancha los tres, Gus y yo en la mesa, y Edu en el suelo. A medida que se las van terminando van pidiendo más con maullidos impacientes, y les voy dando de las mías. Yo las acompaño con un poco de mosto que me compro en una cooperativa que está en un desvío de la carretera de Garriguella. Bien frío, es de las cosas más ricas para beber en verano. En invierno a veces lo que hago es que mezclo mosto con un poco de destilado, y le añado algo de brandy. Es una bebida de un sabor muy insospechado. Entonces le meto pulpa de granada y lo caliento. Es raro pero reconfortante. Me agrada la sensación de estar bebiendo algo único, sin compartirlo con nadie, por supuesto ni siquiera con mis musas.

Lo que más hacemos mis musas y yo, de todas maneras, es trabajar. Ellos dos se tumban en sus aposentos, tienen varios, diversas plataformas almohadilladas de colores, a diversas alturas, como si fueran casitas en un árbol gatuno. A Edu le gusta mucho meterse en una que tiene un hueco en la parte lateral. A Gus le gusta más meterse debajo de todo el tinglado y percibir así todos mis movimientos y los movimientos de Edu. Yo me siento en mi mesa, abro el portátil y me pongo a trabajar.

Para trabajar hago como el pulpo. Algunos dicen que para entrar en una especie de trance, que nada se interponga entre tú y la creación gramatical, por llamarla de algún modo, es dejar aparte nuestros conocimientos y empezar a regar de ideas el papel poniendo en marcha el cerebro derecho en lugar del izquierdo. Dejándose arrastrar por la serie de imágenes que nos ocupan la mente, prescindiendo de lo sabido.

Yo, en cambio, lo hago como el pulpo. Me vuelvo la bolsa del cerebro del revés. Le doy la vuelta a mi cabeza y expongo todo al aire libre, para que se ventile un poco, y entonces empiezo a ametrallar. No es que me funcione especialmente, pero el estado que consigo es a veces agradable, y además los gatos se quedan cerca, lo cual me hace pensar que les reconforta verme así.

sábado, 6 de febrero de 2010

Los pies ardientes


Sandra es la única niña de su clase y probablemente de su escuela que ha visto morir a alguien. Seguramente también de su colegio. Arturo, un niño mayor del último curso, cuando era pequeño vio morir a su abuelo. Pero es una excepción. Además su abuelo estaba muy enfermo cuando ocurrió.
Me llamo Teresa, y semanas antes intentaba trabajar en mi escritorio, mientras ocho adolescentes escuchaban demasiado alta la música del mp3 de uno de ellos, conectado con los altavoces de mi equipo de música de la sala de estar. No me dejaban concentrar. Las niñas se habían reunido, juntando las cabezas. Algunas de ellas hacían collares con unas pequeñas cuentas de colores que habían sacado de una bolsa. Tenían una pequeña maleta de plástico con varios cajones, como las que se usan para guardar los medicamentos.
Parece la que guardo en la cocina para poner los medicamentos que me tengo que tomar durante el día. Tengo un cajoncito para las pastillas de primera hora de la mañana, uno para las del desayuno, uno para las de la hora de comer, uno para las de la cena, y uno para las de antes de acostarse. Tomo un total de diecinueve pastillas, comprimidos y cápsulas y tabletas a lo largo del día. Si me olvido de algunas o dejo deliberadamente de tomarlas, inmediatamente al día siguiente mis pies empiezan a quemar más y más. Pero ello no significa que el ardor de mis pies se vea aliviado por los medicamentos. Al principio era así, pero luego ya se transformó en algo que no producía ningún efecto más que el de mantenerme más o menos normal para poder llevar mi vida normal, y cuidar de mi hija. Me paso aquello tan predicado. Los medicamentos dejaron de hacerme efecto, pero el dolor era mucho peor cuando reducía las dosis de medicamentos. No me apetece mucho hablar de esto pero es necesario explicarlo para entender mi problema. A veces digo a los médicos que mi dolor se agravó cuando ellos empezaron a añadirme medicamentos. Los medicamentos fueron ahondando en mi capacidad de sentir dolor.
Ahora las niñas se han levantado de la mesa y están buscando patatas fritas o algo para picar, cacahuetes, almendras. Han encontrado la coca-cola. Están preguntándose cosas sobre sus respectivos profesores de inglés. Están criticando duramente los diversos métodos docentes.
Sandra los escucha sin decir nada. Le han pedido que les ayude a ensartar cuentas en los hilos de nailon. Ella no se mueve.
Antes, cuando atravesó el umbral de la puerta de la cocina, sus pasos se detuvieron un instante, miró titubeante, primero a ellos, luego a mí. Los pequeños labios entreabiertos, se quedó allí, como si no supiera qué hacer.
Los niños estaban sentados en el suelo alrededor del fuego. Sandra se acercó a mí. Los miró bajando la cabeza, pero sin perdonar clavar las pupilas en ellos. Seria, sin esbozar sonrisas. Las niñas la miraban, le sonreían. Le preguntaban su nombre.
– Sandra, –dijo, en voz baja–.
Cuando se sentó a mi lado pude mirarla con tranquilidad, su cabecita negra estaba preferentemente dirigida hacia la esquina donde estaba acurrucado Gabriel, el niño ángel. No decía nada, sólo giraba la cabeza hacia un lado u otro, curioseando lo que hacían los niños. Pero sobre todo hacia él.
Gabriel no parecía darse cuenta. Pronto sacó unos naipes y comenzó a hacer trucos de magia. Era el centro. Pidió a las niñas que se ubicaran un poco más atrás. Sandra no entendía la palabra ubicar, y cuando se la expliqué se reía.