sábado, 6 de febrero de 2010

Los pies ardientes


Sandra es la única niña de su clase y probablemente de su escuela que ha visto morir a alguien. Seguramente también de su colegio. Arturo, un niño mayor del último curso, cuando era pequeño vio morir a su abuelo. Pero es una excepción. Además su abuelo estaba muy enfermo cuando ocurrió.
Me llamo Teresa, y semanas antes intentaba trabajar en mi escritorio, mientras ocho adolescentes escuchaban demasiado alta la música del mp3 de uno de ellos, conectado con los altavoces de mi equipo de música de la sala de estar. No me dejaban concentrar. Las niñas se habían reunido, juntando las cabezas. Algunas de ellas hacían collares con unas pequeñas cuentas de colores que habían sacado de una bolsa. Tenían una pequeña maleta de plástico con varios cajones, como las que se usan para guardar los medicamentos.
Parece la que guardo en la cocina para poner los medicamentos que me tengo que tomar durante el día. Tengo un cajoncito para las pastillas de primera hora de la mañana, uno para las del desayuno, uno para las de la hora de comer, uno para las de la cena, y uno para las de antes de acostarse. Tomo un total de diecinueve pastillas, comprimidos y cápsulas y tabletas a lo largo del día. Si me olvido de algunas o dejo deliberadamente de tomarlas, inmediatamente al día siguiente mis pies empiezan a quemar más y más. Pero ello no significa que el ardor de mis pies se vea aliviado por los medicamentos. Al principio era así, pero luego ya se transformó en algo que no producía ningún efecto más que el de mantenerme más o menos normal para poder llevar mi vida normal, y cuidar de mi hija. Me paso aquello tan predicado. Los medicamentos dejaron de hacerme efecto, pero el dolor era mucho peor cuando reducía las dosis de medicamentos. No me apetece mucho hablar de esto pero es necesario explicarlo para entender mi problema. A veces digo a los médicos que mi dolor se agravó cuando ellos empezaron a añadirme medicamentos. Los medicamentos fueron ahondando en mi capacidad de sentir dolor.
Ahora las niñas se han levantado de la mesa y están buscando patatas fritas o algo para picar, cacahuetes, almendras. Han encontrado la coca-cola. Están preguntándose cosas sobre sus respectivos profesores de inglés. Están criticando duramente los diversos métodos docentes.
Sandra los escucha sin decir nada. Le han pedido que les ayude a ensartar cuentas en los hilos de nailon. Ella no se mueve.
Antes, cuando atravesó el umbral de la puerta de la cocina, sus pasos se detuvieron un instante, miró titubeante, primero a ellos, luego a mí. Los pequeños labios entreabiertos, se quedó allí, como si no supiera qué hacer.
Los niños estaban sentados en el suelo alrededor del fuego. Sandra se acercó a mí. Los miró bajando la cabeza, pero sin perdonar clavar las pupilas en ellos. Seria, sin esbozar sonrisas. Las niñas la miraban, le sonreían. Le preguntaban su nombre.
– Sandra, –dijo, en voz baja–.
Cuando se sentó a mi lado pude mirarla con tranquilidad, su cabecita negra estaba preferentemente dirigida hacia la esquina donde estaba acurrucado Gabriel, el niño ángel. No decía nada, sólo giraba la cabeza hacia un lado u otro, curioseando lo que hacían los niños. Pero sobre todo hacia él.
Gabriel no parecía darse cuenta. Pronto sacó unos naipes y comenzó a hacer trucos de magia. Era el centro. Pidió a las niñas que se ubicaran un poco más atrás. Sandra no entendía la palabra ubicar, y cuando se la expliqué se reía.