martes, 12 de mayo de 2009

La sonrisa de Esteban (Una historia real)

Elena no supo nunca que estaba enamorada de Esteban. Pero lo estuvo, desde que ambos eran niños. De hecho no estaba enamorada de él, sino de su sonrisa. Y como suele ocurrir en estos casos, la sonrisa no era algo que se diera con mucha frecuencia en el rostro de Esteban. Era el típico niño serio, solitario, pensativo y misterioso.

Elena sin embargo había descubierto una manera de hacer que Esteban sonriera, incluso riera, y así poder contemplarlo a placer. El único problema era que sólo era capaz de hacerlo cuando venían los feriantes del pueblo y montaban un tinglado con las atracciones y los típicos autos de choque, movidos a toda velocidad por la energía eléctrica que les viene desde la banderilla que toca el techo.

Elena convencía a todo el grupo para ir a pasar la tarde a la feria. Luego pagaba todo el dinero que le habían dado sus padres en fichas para los autos de choque. Esteban nunca subía a ninguna atracción, sólo miraba. Entonces Elena se montaba en uno de los autos de choque y comenzaba el espectáculo. Conducía de manera irresponsable, girando sin evitar los choques de los demás vehículos. A cada momento se giraba para espiar la actitud de sus amigos, que se reían de ella a carcajadas por las payasadas que hacía. Entonces, después de tres o cuatro impactos por sorpresa en los que a menudo la despeinaban o le cambiaban la dirección del cochecito, aparecía la sonrisa en los labios de Esteban. A veces incluso la risa. Y Elena era feliz.

Elena aprendió mucho de esos coches de feria. Aprendió que si se conduce apretando el acelerador a fondo sin parar se rebota con todos los objetos que te encuentras a tu paso, y si gritas o sueltas el volante, giras, provocando una gran sonrisa en la cara de Esteban. Aprendió que si das la vuelta en secreto a la rueda del volante hasta que ya no se puede más, el coche parece ir marcha atrás, transformándose en el único vehículo que avanza al revés, con el consiguiente caos y desconcierto que esto ocasiona en el grupo que corre por la pista. Este truco a veces había hecho reír sonoramente a Esteban, y lo reservaba sobre todo para cuando ya no le quedaba más que una ficha.

Nunca compartía el coche con nadie. Quería las risas de Esteban para ella sola.

Elena recuerda cuando, siendo una jovencita, detenía su seiscientos al pasar al lado de sus amigos en el pueblo donde pasaban el verano. Si veía a Esteban, fingía un descontrol total de los mandos del vehículo y calaba el motor, lo cual desataba de inmediato la hilaridad de todos sus amigos, y, cómo no, la sonrisa de Esteban.

Ahora Elena tiene cuarenta y tres años. Han pasado muchísimos años desde aquellas sonrisas. Hoy ha conducido el Volkswagen Touran nuevo, que su marido le ha dejado coger para ir a visitar a su amiga que vive en una casa en las afueras. Para llegar a esta casa hay que ascender por un camino que al final tiene una gran curva que se dobla sobre sí misma para situar el camino en un nivel superior. Es lo que se llama una curva de corbata. Charla con su amiga, toman un té, toman una copita de garnatge con taps dolços. Pasan cuatro horas deliciosas hablando del pasado, de sus familias, de sus hijos, ya adolescentes.

Al despedirse, Elena sube al Touran. Excitada y feliz por la jornada, por los planes que han hecho, pone en marcha el motor. Hoy juega el Barça y su marido ha quedado con unos amigos en casa para ver el partido. Ella llegará un poco tarde pero compartirá el evento con ellos tomando pà amb tomàquet. Su amiga le dice adiós con la mano. Elena toma la curva de corbata, pero se le olvida que le han dicho mil veces que la debe tomar abierta. Se oye un ruido de metales rajados en canal y el Touran se para y empieza a tambalearse. Su amiga corre hacia ella. Elena se las ha apañado para que su coche se quede en equilibrio con la rueda delantera de la derecha y la rueda trasera de la izquierda a un metro del suelo, y las otras dos clavadas en el polvo. Una roca volcánica que sobresalía del ángulo del camino, le sirve de pivote en los bajos del vehículo. A la izquierda del camino en el cual el coche se tambalea, está el mar, a cuatro metros de caída por un precipicio rocoso. Su amiga corre espantada hacia ella, y le abre la puerta. Pero al intentar salir se da cuenta que el desequilibrio que se crearía haría que el coche cayera al mar en un par de vueltas de campana. Elena no puede salir del coche. Llama por el móvil a su marido, que ha empezado ya a ver el partido con sus amigos, a treinta kilómetros de allí, y no contesta. No recuerda la compañía de seguros. No recuerda si tiene servicio de asistencia en carretera, y los del RACC vendrían, pero sólo si el conductor fuera él.

Su amiga piensa rápido: necesitamos un tío. Pero no un hombre cualquiera, un tío. Un tío que sea capaz de mover este coche sin cargárselo. Y pronto, porque esta oscureciendo. Los niños tienen que cenar.

Se les ocurre llamar a la policía municipal. Enseguida mandan a un chico joven en una moto, de poco más de dieciocho años les parece. Al ver el problema en que se han metido, el poli, que al principio estaba serio y con cara de estar de servicio, abandona la rigidez y sonríe. Sonríe a las señoras con una risa seductora y de hombre verdadero, aguerrido, triunfante.

Baja, le dice a Elena, que no se atreve y al final tiene que tirar de ella para convencerla. El hombre se pone al volante, y en un par de vueltas de rueda y de acelerones con la única rueda que tenía tracción, se escucha un rasgado suave de plástico, y el Touran se desliza hacia delante. Elena y su amiga se tapan los ojos. El poli deja el coche amorrado al precipicio. Entonces haciendo gala de gran agilidad le da la vuelta en una serie de pequeñas maniobras con golpes de muñeca y avances en zig-zag diminutos. Finalmente el coche queda encarado al camino de vuelta y sin ningún rasguño visible.

Elena está tan contenta que quiere abrazar al policía. Los niños de su amiga, que lo han estado mirando todo desde diez metros, aplauden. El chico sonríe un poco tímido, pero orgulloso. Se ríe con esos dientes blancos, con esos hoyuelos en la barbilla tan entrañables. Se despide y se va por donde ha venido con su moto.

- No sabes quién era? – le dice su amiga, más al día de las cosas del pueblo. – Es el hijo mayor de Esteban, el que iba a clase con nosotras.